"Toc, toc, buenos días, vida, cada día tengo más ganas de vivir, por eso te saludo alegremente". Te saludo frente al espejo aunque tenga que madrugar. Hoy acaba mi existencia de caballero: hoy cumplo veinte años y empieza la vida del burro. Todos sabemos que de veinte a cincuenta, ésta es la vida que impera, según el cuento de las edades de los animales.
"Toc, toc, buenos días, vida. Vida no, buenos días, Muerte. ¡Muerte!". Miré al espejo y vi a la Muerte frente a mí. No era como la había imaginado, no tenía ropajes siniestros, ni guadaña, ni velones. El día era luminoso y limpio: no había en el cielo ni un sólo crespón negro o gris. La Muerte la reflejaba el espejo en la palidez de mi rostro, donde se hallaba disfrazada. "¿Cuánto me queda?". "Poco", contestó, "muy poco".
-La vida no sería nada sin la Muerte, por eso me has elegido a mí, que reboso energía por todos los poros de la piel. No es justo, es ilógico. ¿Por qué a mí? Supongo que para lucirte más, necesitas que te teman más, marcar tu territorio para que nadie te olvide.
-Tú eres joven y no conoces los entresijos de la vida. Créeme: lo que te va a suceder, es lo mejor que te puede pasar, lo que más te conviene.
-Permíteme que lo dude. Tengo la certeza de que tienen que existir miles de vidas a las que les importaría un bledo tu visita. No quiero citar nombres pero en la superficie terrestre hay tiranos a los que todo el mundo estaría encantado de que los visitaras. Yo no he vivido nada aún, no he visto apenas la belleza... ¿qué utilidad puede tener para ti un completo ignorante? –. La parca seguía hosca y taciturna. Sin embargo, mi cara parecía recobrar algo de color. De pronto, la Muerte dio un respingo y declaró:
-Puede que tengas razón, puede que sea pronto para ti pero mi obligación es rendir cuentas. Si paso de largo tu existencia me reprenderán y me forzarán a perpetrar actuaciones mucho peores que ésta. Lo único que puede salvarte es que aceptes un trato.
-¿Un trato contigo?
-No estás en condiciones de exigir. Si te vas a envalentonar, te aconsejo que te mires antes en el espejo –. Lo hice. Me miré de soslayo y comprendí que, al menos, debería oír el trato, si es que aquello se le podía llamar trato. Además, me pareció apreciar un rasgo de humanidad vacilante en la propuesta –. ¿De qué se trata?
-Te perdonaré la vida. Aunque si aceptas, creo que lo acabarás lamentando. La próxima vez que regrese, será para decirte el tiempo que te queda antes de morir. No preguntes cuándo volveré a aparecer, porque eso no lo sabrás nunca. Éste es el trato. Tienes diez segundos para aceptarlo o rechazarlo: si lo tomas, podrás saludar a tu vida; pero si lo dejas pasar, tendrás que hacer lo propio con la Muerte.
-¡Qué barbaridad! – pensé –. Hasta la Muerte tiene estrés: sólo me da diez segundos para tomar tamaña decisión. Está bien: acepto el trato. – Resolví.
De pronto, me encontré tarareando una canción frente al espejo, lleno de vida y con ganas de comerme el mundo. No sabía si lo acontecido había sido realidad o tan sólo un sueño. Ésta es la mejor capacidad del ser humano: el disponer de infinitos resortes para adaptarse a cualquier situación. Siempre, pase lo que pase. Así, a lo largo de mi vida me había visto inmerso en miles de circunstancias diferentes, que se columpiaban en aquel aserto de Ortega y Gasset: "Yo soy yo y mi circunstancia". Largo noviazgo, boda, hipoteca, bautizos, comuniones, discusiones, depresiones, éxitos, fracasos, desgracias que me rozan sin golpearme de lleno, seres queridos, padre, abuelo, viajes (menos de los que hubiera deseado), demasiado mundo por conocer, achaques, enfermedades, salas de espera en hospitales, todos distintos pero el mismo intenso olor... Y horas desesperadas entre esas paredes blancas, aunque el ingresado fuera otro.
A pesar de todo, mi consigna siempre había sido dar la bienvenida a la vida, día tras día después de remolonear entre las sábanas. Jamás había ansiado la aciaga fecha en que tuviera que saludar a la Muerte, jamás había lamentado que me dejara seguir respirando, un día más.
Pero, sin previo aviso, atisbo que mi mente no rige, no coordina, no recuerda. Alguien dice que estoy perdiendo la cabeza, que tengo alzhéimer, pero del bueno, si es que esta combinación de palabras existe. El "alzhéimer del bueno" funciona como aquella radio que está semi-averiada, que permanece sintonizada siempre en una alegre emisora, donde se emite música de tambores nada solemne y acordes de peculiar sonido zíngaro. Así es mi alzhéimer: sólo recuerda la parte amable de la vida.
-Toc, toc, soy yo de nuevo, escucho.
-¿Tú de nuevo? ¿Qué es “nuevo”?
-No te despistes, soy la Muerte y vengo a decirte el tiempo que te queda.
-¿Quién has dicho que eres?
-La Muerte. El tiempo que te queda de sufrimiento.
-¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el sufrimiento?, pregunto desconcertado.
La Muerte se hace cargo de la situación y, sin embargo, continúa hablando, de forma enigmática: "Diez segundos. Diez segundos te di para que tomaras una decisión. Esos diez segundos se convirtieron en diez años, que son los que te quedan para disfrutar de tu querida vida hasta mi llegada definitiva. Una década para que te lamentes, día tras día, de haber aceptado un trato con la Muerte. Un decenio para que convivas palmo a palmo con tu artrosis, tus temblores, tus mareos, tus movimientos torpes, tus piernas hinchadas, tu ceguera, tu sordera, tu próstata, tu destino escrito. Para que explotes al ver cómo los tuyos te desprecian, para que reflexiones acerca de lo que pudo ser y no fue, para que, en definitiva, te enfrentes a tu decrepitud", pronuncia cual navaja afilada. Ante mi perplejidad, bosteza presa de ira: "¿Me entiendes? ¿Es que no te asusta lo que te espera?".
-¡Ji, ji, ji! ¡Ji, ji, ji!, prorrumpo en risas nerviosas y, luego, cada vez más fuerte, carcajadas como bocanadas de humo. Y oigo de fondo: “Mamá, mamá: ¡el abuelo se ríe, el abuelo se desternilla! Es increíble: el abuelo es feliz... Tendrá un alzhéimer de caballo pero estoy convencido de que es completamente feliz... Además, repite de vez en cuando las mismas palabras... 'Te he ganado por segunda vez'".
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