Nuestra última excursión al Castillo Viejo fue cuando Oliver cumplió... ¡esto a ver si alguien sabe cuántos años cumplió! Amaya dijo rápidamente que trece años. Laira apuntó: “Prometimos volver cuando fueran los cumples de Amaya y el mío, así que hoy 20 de abril iniciamos la nueva excursión al Viejo Castillo”.
Por el camino íbamos recordando lo que había pasado en las visitas anteriores: el descubrimiento de la pileta de los peces beneficiosos callistas mondapies; la pared “nido” de los caracoles zurdos; los hormigueros transparentes; el misterio de los pájaros blancos, negros y verdes que volaban en tres bloques; los blancos conocidos por el nombre que la abuela le puso, “guarrindongos” o “guarrines”.
Pero se nos ha olvidado algo que prometimos encontrar en la primera visita. ¿Alguien lo recuerda?
— ¿Laira, tú lo recuerdas?
— Sí. Recuerdo que teníamos que encontrar el cementerio de los caracoles zurdos y las caracolas necesarias para verlas en casa cuando quisiéramos. También que cada uno traería en un papel apuntado el nombre del fantasma y el color del traje con el que va vestido.
La abuela dijo que el fantasma del Castillo Viejo es muy elegante y no lleva una simple sábana como todos.
— Este viste con un traje muy elegante. ¿Traéis el papel con el nombre y el color del traje?
— Yo sí, y Amaya también, lo apuntamos anoche las dos juntas—. Y se echaron a reír.
— ¿Alguno más los trae?
— Yo también lo tengo —dijo Óliver.
— Los abuelos también los tenemos. Ahora a esperar a ver si hoy tenemos suerte y lo vemos.
— Ejem, ejem —carraspeó Oliver—. Yo me pregunto dónde van las gallinazas de los pájaros blancos, pues debajo de ellos no hay otros pájaros que las cacen al vuelo y se las zampen, y el suelo del Castillo Viejo sigue limpio.
— Pues ese misterio lo descubriremos hoy, y también daremos con el cementerio de caracoles zurdos. Nos llevaremos para casa diez casitas de caracoles zurdos. Puede que algún día esas caracolas pasen al museo de caracolas que hay en Nueva York —dijo el abuelo.
— Laira, ¿qué nombre y qué color del traje llevas apuntado en tu papel? —preguntó la abuela.
— Es un secreto que no pienso revelar hasta que lo veamos.
— ¿Y, tú, Amaya?
— Yo tampoco lo voy a decir, ¡ni hablar del peluquín!
— Bueno… que lo diga la abuela Chani.
— Ni hablar. Se sabrá cuando lo veamos.
— Óliver, saca tu papel a ver qué nombre y qué color has elegido para el famoso fantasma —insistieron.
— No, creo que es mejor esperar a verlo allí.
— Bien. Ya veo que no queréis descubrir el nombre ni el color: ¡espero que el fantasma no sea transparente e invisible! —sentenció el abuelo.
***
Fue Amaya la que se fijó en una pequeña corriente de agua formando meandros, y en uno de sus giros observó cómo se sedimentaban muchos granitos de arena que varios caracoles arrastraban hacia un recodo, y la dejaban colocada formando un círculo parecido al de una plaza de toros.
—Amaya, creo que has descubierto el cementerio de caracoles zurdos. Ahora, con mucho cuidado, con este peine de púas largas y separadas la abuela peinará poco a poco la arena y, cuando tengamos las diez caracolas, alisará de nuevo la arena para que todo se quede como estaba antes de la extracción de las caracolas. Trabajará como trabajan los paleontólogos de Atapuerca o de las antiguas pirámides de Egipto.
Con sumo cuidado, la abuela fue peinando el cementerio y, con una habilidad extraordinaria, consiguió las diez caracolas zurdas y las guardó en una caja especial de madera que llevaba en su mochila. Alisó la superficie, y nos fuimos a la zona de los pájaros para tratar de descubrir el misterio de las gallináceas que nunca aterrizaban en el suelo.
— Tenemos que tener mucha paciencia, y estar ojo y oído avizor.
Nos tumbamos en el suelo para ver volar con más comodidad a los pájaros. Los blancos por debajo de los verdes y de los negros cumpliendo su misión ecológica y escatológica sin despistarse ni un segundo. De pronto, el monótono graznido de los pájaros fue roto por unos graznidos mucho más agudos: sonaba como la alarma de un colegio que anunciaba la hora de salir al recreo, unos veinte pájaros blancos con sus graznidos de “¡¡¡jiñarrr, jiñarrr, jiñarrr!!!”. Abandonaban el recinto por unos ojos de buey situados en la pared orientada hacia el este.
Óliver salió raudo y veloz del Castillo Viejo para ver dónde iban y que hacían en su salida los pájaros blancos. Entonces descubrió que los pájaros sobrevolaban una pileta o piscina rectangular cubierta con una lámina muy fina de agua y, a la vez que graznaban estridentemente, con una puntería pasmosa jiñaban las gallináceas en el interior de la pileta.
Pronto llegaron Amaya y Laira y vieron lo que Óliver ya a había visto: en el centro de la pileta estaba el fantasma sobre unos zancos, con su traje removiendo y mezclando las gallináceas sobre la fina lámina de agua. No sabemos cómo se las arreglaba, pero la mezcla que el fantasma removía sobre el suelo de la pileta se transformaba en un arcoíris con sus siete colores perfectamente diferenciados.
Óliver anunció que quería llevarse un frasco de aquella mezcla, de aquella tinta para dibujar en casa. Entonces el fantasma adivinó sus intenciones y, en un español perfecto, le advirtió: “Chaval, si quieres llevarte ese frasco de pintura solo hay una forma de que yo te deje recogerla”.
—Amaya, creo que has descubierto el cementerio de caracoles zurdos. Ahora, con mucho cuidado, con este peine de púas largas y separadas la abuela peinará poco a poco la arena y, cuando tengamos las diez caracolas, alisará de nuevo la arena para que todo se quede como estaba antes de la extracción de las caracolas. Trabajará como trabajan los paleontólogos de Atapuerca o de las antiguas pirámides de Egipto.
Con sumo cuidado, la abuela fue peinando el cementerio y, con una habilidad extraordinaria, consiguió las diez caracolas zurdas y las guardó en una caja especial de madera que llevaba en su mochila. Alisó la superficie, y nos fuimos a la zona de los pájaros para tratar de descubrir el misterio de las gallináceas que nunca aterrizaban en el suelo.
— Tenemos que tener mucha paciencia, y estar ojo y oído avizor.
Nos tumbamos en el suelo para ver volar con más comodidad a los pájaros. Los blancos por debajo de los verdes y de los negros cumpliendo su misión ecológica y escatológica sin despistarse ni un segundo. De pronto, el monótono graznido de los pájaros fue roto por unos graznidos mucho más agudos: sonaba como la alarma de un colegio que anunciaba la hora de salir al recreo, unos veinte pájaros blancos con sus graznidos de “¡¡¡jiñarrr, jiñarrr, jiñarrr!!!”. Abandonaban el recinto por unos ojos de buey situados en la pared orientada hacia el este.
Óliver salió raudo y veloz del Castillo Viejo para ver dónde iban y que hacían en su salida los pájaros blancos. Entonces descubrió que los pájaros sobrevolaban una pileta o piscina rectangular cubierta con una lámina muy fina de agua y, a la vez que graznaban estridentemente, con una puntería pasmosa jiñaban las gallináceas en el interior de la pileta.
Pronto llegaron Amaya y Laira y vieron lo que Óliver ya a había visto: en el centro de la pileta estaba el fantasma sobre unos zancos, con su traje removiendo y mezclando las gallináceas sobre la fina lámina de agua. No sabemos cómo se las arreglaba, pero la mezcla que el fantasma removía sobre el suelo de la pileta se transformaba en un arcoíris con sus siete colores perfectamente diferenciados.
Óliver anunció que quería llevarse un frasco de aquella mezcla, de aquella tinta para dibujar en casa. Entonces el fantasma adivinó sus intenciones y, en un español perfecto, le advirtió: “Chaval, si quieres llevarte ese frasco de pintura solo hay una forma de que yo te deje recogerla”.
Continuaaráaaaa el siete de mayo de 2021. Feliz Maya.
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