Óliver conoce todos los recovecos de la estación de Älmhult: la campana que avisa antes de que la barrera empieza a bajar para cerrar el paso a los viandantes de un lado a otro de los andenes; el "tinguilín danguilín" de la campana que advierte claramente "prohibido el paso"; el cuarto de los faroles que utilizan los empleados de la estación, viejas lámparas que han sido guardadas generación tras generación y que son tan especiales que no se apagan ni con lluvia, nieve o niebla, el hielo más intenso o el más fiero huracán. Muy al contrario, su luz es más intensa, viva y brillante en estas circunstancias. También sabe para qué sirven las palas, las palancas, los guarda raíles, las agujas que desvían las vías en la dirección adecuada, los picos, las cuerdas, los martillos, las alfombras… Todo lo conoce y todo lo vigila.
Óliver Skoglund R. espera impaciente que llegue diciembre, ya que sabe que en la llanura de la tierra vikinga, en las noches larguísimas de este mes nace la Luna más grande y gorda jamás contemplada, el espectáculo sólo sucede allí y sólo los últimos días del año. Sale sigiloso de casa sin que nadie se entere; la Luna, Óliver con su cámara y el tren de medianoche: todo perfectamente sincronizado.
La espera es tensa, la Luna comienza su andadura, Óliver se aposta sobre el frío suelo conteniendo la respiración, su oído se concentra, su vista se perfila con el brillo de terciopelo de los ojos del alce. A lo lejos se oye el silbato del tren de las 24 horas. Sonríe y piensa en una princesa muy especial, esta vez no puede fallar.
Continuará…

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