-¡Ay, ay! Qué pereza me da, qué rabia me dan las fiestas y el fin de año, un año más con la misma rutina, que si comidas, que si regalos, que si esto, que si aquello, que si lo otro. ¡Odio las fiestas! ¡Las odio! ¡LAS ODIOOOOO!
-Este año tengo una idea... Serán las mejores Navidades, ya verás. Las pasaremos todos juntos en el pueblo y, además, nos haremos un gran favor, pues si no lo hacemos, nunca me perdonaré dejar para más adelante lo que ya no puede esperar más.
-¿Lo que ya no puede esperar más? No te entiendo. Pero quizás no sea mala idea, siempre he soñado con desaparecer durante veinte días. Aunque, insisto, en el pueblo no tenemos las cosas que hay en Madrid y no estaremos a la altura de unas fechas tan señaladas.
-Sí, sí que lo estaremos, yo me encargo de todo, seré el anfitrión.
Poco a poco la familia fue llegando al pueblo. Primero los abuelos, que también eran los padres, las hijas y los consortes, los niños o lo que es lo mismo los nietos. Primero caminaron por el término, por las rutas de los curas, incluso los más valientes se acercaron a la Cueva de la Mora. El abuelo dijo que cuando era niño había estado en su interior con dos amigos, y que habían visto cientos de murciélagos, la entrada repleta de mosquitos y, lo más impresionante, las arañas fosforescentes. La cueva tenía muchas galerías; una de ellas era interminable. Leyenda o realidad, dicen que desemboca en un río de Valero y parece que pasa por debajo del charco del Piélago.
Terminada la excursión y las historias, regresaron con mucha hambre a casa pero no se empezaría a comer hasta la hora prefijada por la mañana. Todos aguantaron estoicamente el hambre azuzada por el aire serrano.
Eran las diez de la noche pasadas cuando toda la familia anteriormente citada se sentó a la mesa.
Mi padre, con gesto decidido, empezó a abrir latas de sardinas, anchoas, atún, calamares, mejillones, fabada, callos, tomates, pimientos, alcachofas y otras muchas y variadas viandas.
La hambrienta familia iba devorando a ritmo frenético todo el condumio que llevaba tiempo inmemorial apilado en las baldas de la despensa. Para digerir lo sólido se ayudaban bebiendo leche de los innumerables tetrabriks.
A las once de la noche estaban hartos de comer y beber, pero en la estantería aún quedaba abundante comida por consumir.
Redoblaron sus esfuerzos y continuaron cenando.
Cuando faltaban treinta minutos para las doce campanadas de de la última noche del año, llegaron los turrones, los polvorones, las hojaldrinas, los frutos secos, el cava y la tarta helada.
Con arcadas manifiestas y a punto de reventar consiguieron acabar con todo, con el tiempo justo para tomar las uvas al son de las campanadas de la Puerta del Sol. Se felicitaron alegres y efusivamente; respiraron tranquilos. Lo habían conseguido, podían bailar y cantar por todo lo alto. La misión estaba cumplida. Además de pasarlo a lo grande, por muy poquito no habían consumido productos caducados.
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