No había duda. Cuando el coche enfilaba la calle Polvoranca a la hora en que los ojos pesan y adquieren la visión nictálope (la única forma de ver a través de la "nimbada" luz de las cinco de la madrugada), la mano de mi madre, impulsada por un resorte automático, se santiguaba diciendo: "Que vayamos de buena mano. Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre [...] Santa María madre de Dios ruega por nosotros ahora y en la hora [...] Dios te salve María llena eres de gracia el Señor es contigo [...]".
Acto seguido, mi padre entonaba la canción de "Me voy 'pal pueblo', hoy es mi día, voy a alegrar toda el alma mía". Mi madre chistaba y exclamaba: "¡Calla! Deja que se duerman las niñas". El monótono ruido del taxi y la luz anteriormente citada hacían que cayéramos en los brazos de Morfeo.
Poco tiempo después, el frío de Peñaranda y los esperados churros. Pero antes a los servicios, todo ordenadamente. Doble ración de churros y, por supuesto, Colacao, que no tenían en el bar. Sigue siendo un misterio saber de dónde venía, porque el caso es que allí había Colacao.
Retomábamos el viaje y, nuevamente, la pesadez de la carretera nos vencía y nos adormilábamos profundamente.
Mi padre intentaba que nos fijáranmos en el paisaje y decía que tenía una pelota para jugar y estirar las piernas; por mi padre hubiéramos descansado varias veces en el trayecto.
De pronto la canción de mi padre había cambiado de letra y ahora sus versos decían: "Voy llegando a la tierruca, voy llegando a la tierrucaaa, qué poco me falta yaaa, para poder divisarrrr...".
Las curvas provocaban la inevitable "pota" de Mónica. No había duda, las vacaciones de verano habían comenzado. La emoción de ver a los amigos, el descanso merecido y el sosiego estaban al alcance de nuestra mano, las despedidas y la melancolía, ese horizonte de septiembre aún quedaba muy lejos.
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