Aventura laberíntica

La princesa, Óliver y la princesita Eleonora, que aún no sabe andar, pasean bajo un intenso y luminoso sol en el parque que rodea la calle Pradillo. Sin saber cómo, Óliver se adentra en el parque, sin respetar un cartel que advierte: "Atención: zona del laberinto". Al principio camina lentamente; quizá por el instinto de regresar se fija concienzudamente en todos los detalles. Al girar a la izquierda, de unos setos oscuros y amenazantes cuelgan violetas perfumadas; piensa en la princesa y la princesita pequeña y corta dos ramitos para ellas. Sigue avanzando y toma un sendero estrecho hacia la derecha, donde el aire parece más húmedo y fresco. De pronto, de una rama de un sauce llorón irrumpe una rana verde con manchas amarillas, croando y saltando por la vereda se aleja enseguida, tan rápido que Óliver apenas puede seguirla. Inesperadamente, la rana da un último salto y ¡plaf! se hunde en un estanque con forma exagonal. Seis lados perfectamente asimétricos. En el centro del estanque hay una peana de piedra y en su base un obelisco también exagonal con seis espejos. La rana sale del agua y se coloca tranquilamente sobre la peana. De repente, lanza su lengua veloz e invisible y atrapa a una somnolienta mosca gorda y azulada. Aagluuuu...

En ese momento, Óliver oye la desgarrada voz de la princesa llamándolo: "¿¡Dónde te has metido!? ¡Óliveeerrrr!". Él sonríe y aprieta los ramitos de violetas. Su imagen se refleja en uno de los seis espejos y no puede evitar partirse de risa, pues la imagen es grotesca y en nada se parecía a él; era achatada y gordísima como un tonel. Se mira en el siguiente espejo y aquí la figura es completamente al revés: alargada, altísima y acipresada como los árboles de la entrada al cementerio de Villanueva. Cuando iba a mirarse en el tercer espejo, recordó que le habían contado que, si uno se reflejaba en los seis, caería sobre sus hombros el maleficio y sería imposible encontrar la salida del laberinto.

Óliver se prometió que sólo se miraría en tres espejos y así el maleficio no actuaría. Pasó al tercero y su figura era gordísima pero sólo hasta la cintura y de cintura para arriba, alta y delgada hasta la deformidad. De pronto, la rana saltó al agua y comenzó a jugar con un ciempiés rojizo que, al nadar, formaba una triple S. Hipnotizado, Óliver se olvida del maleficio y continúa mirándose en el cuarto espejo, donde su figura era igual que la del ciempiés. En el el quinto azogue la estampa era como la de Michelín, el muñeco de las carreteras y, en el sexto, su imagen se vuelve huidiza, fluida, plateada y transparente. Es entonces cuando se da cuenta de que el efecto maléfico estaba con él. Óliver oye de nuevo la voz de su madre y trata de saber de qué lado viene, tarea imposible pues el sonido choca y restalla en los altos setos retumbando en todas las direcciones. Presta toda la atención que puede pero averiguar la procedencia de la voz era más complicado que encontrar una palabra con cinco íes. Mira los ramitos de violetas y sin amilanarse se dice que muy pronto encontrará la salida. Se olvida del maleficio y piensa que nada ni nadie le quitará el placer de haberse contemplado en los seis espejos, nada ni nadie le arrebatará sobre todo el placer de la última imagen, la transparente, la plateada, la fluida, la huidiza. "Salir, salir", se dice, "primero buscaré el centro y una vez allí seguro que doy con la salida". Su tranquilidad anterior se vuelve ímpetu. Gira a la derecha, después a la izquierda; el silencio es absoluto, el sol cae a plomo. A pesar del calor no se desespera. Sigue adelante, a la izquierda, a la derecha; de pronto se encuentra con un inmenso y altísimo árbol, de cuyo tronco salían ramas perfectamente alineadas formando una escalera ideal para escalar a lo más alto. Enseguida lleva a cabo la idea; subiría por las ramas y desde arriba decubriría la salida. Apoya un pie sobre la primera rama, pero es entonces cuando se cerciora de que lo que contaba el abuelo de las cosas raras que sucedían en el parque de la calle Pradillo eran ciertas. El árbol, vencido con su pequeño peso, se esconde hacia abajo, se hunde en la tierra y cuanto más escala, más se incrusta en el suelo, de manera que Óliver siempre está a la misma altura. Lo intenta por un lado, por el otro, pero se hunde entre unos crujidos horribles.

Al otro lado del parque, los gritos de la madre y el llanto desesperado de la princesita Eleonora alertan al guardián del parque laberíntico que, con un aplomo increíble, les pide calma, ya que en muy poco tiempo el muchacho estaría a su lado, "antes de partir" dijo. "Espero que ustedes no se impacienten y, por favor, no se muevan de aquí, ¿entendido?". ”Entendido, vuelvan pronto”, respondieron.

El vigilante llevaba tanto tiempo velando el parque que todos lo conocían por el "abuelo guardián". Con la seguridad que da la experiencia de haber rescatado a miles de niños, se adentra en el parque para buscar a Óliver, aunque sabe que éste niño es distinto, muy muy diferente.

Al cabo de un rato, lo encuentra, profundamente dormido, sobre un montón de hierba convertida en heno, con sus ramitos de violeta fuertemente apretados. Al abuelo guardián se le saltan las lágrimas de la emoción. Lo comtempla durante un buen rato y, al fin, desliza suavemente por la carita del pequeño la pluma de pavo real que siempre lleva prendida en su sombrero. Así lo despierta de su apacible y dulce sueño. Con una mano sosteniendo las violetas y la otra cogida por la del guardián, sale al encuentro de las dos princesas. Cuando finalmente divisan a las inquietas princesas, Óliver sale corriendo raudo y veloz al encuentro, gritando "¡Gracias, gracias, abuelo guardián! Gracias por sacarme del laberinto, por fin podré darle a la princesa y a la princesita las violetas que tanto le gustan. ¡Adiós! ¡Adiós!”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario