Mimosas y hornazo



Sin apenas darme cuenta, la mimosa que está debajo de la terraza de casa, de la noche a la mañana, ha reventado y florecido de intenso amarillo. No he podido contenerme y he saltado la alambrada para acariciar con mis manos sus sedosas bolitas y sentir su olor.

La memoria se traslada a los hierros de la escuela y a la mimosa que hay en el desvencijado patio, el recuerdo se traslada a las violetas del Tesito, violetas que solo huelen hasta el día de Santa Teresa, las paredes sudan y manan agua, brotes tiernísimos de zarzas me dicen “cómeme”, en el suelo hay varias campanitas, también amarillas y raíces del Huerto Getsemaní, sin saber cómo ni por qué percibo nítidamente sus olores. En mi mano tengo varias bolitas de mimosas, con la palma de la otra las acaricio y, de pronto, sucede el milagro.



Es el Domingo de Resurrección, todos estamos sentados en la Legoriza de San Martín del Castañar, todos los amigos y compañeros de la escuela, todos tenemos nuestro hornazo con su salchichón, su grasa parafinada y rojiza, brotada de las entrañas del fiambre colorado de la olla de la manteca, su ovalado huevo de cáscara blanca, una maravilla; todo se mezcla: la algarabía, el griterío confuso de las voces, "el mío está mejor", "el tuyo está más blanco", “el mío es más grande”, pero tiene mucha masa. Ninguno como el mío, es un hornazo doblado y el borde está sellado de forma trenzada, tiene varios lazos de adorno, un camaleón, y un pajarillo algo churrascado pero, al abrirlo, aparece el amarillo mimosa, el mismo que ahora tengo en el cuenco de mis manos. Me asalta la duda: no sé si las migas son de las flores de mimosa o si son migas del mismísimo hornazo del Domingo de Resurrección. Lo pruebo y la duda desaparece.

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