El traje se acomodó en el taxi y después de saludar, me indicó la dirección. "A Ifema, por favor". "Bien", le contesté. Observando al cliente a través del espejo pude ver cómo resoplaba y movía la cabeza, dando testarazos al aire y al móvil que apoyaba en el oído, mientras murmuraba un "será cabrito... dónde se habrá metido el mamón". Al fin alguien respiró al otro lado. El viajero habló a borbotones: "Martín, ¿qué pasa contigo? ¿dónde te has metido? Llevo veinte minutos esperándote y no apareces por ninguna parte. Esto no es serio, sabes que estamos a tope de trabajo y tú sin aparecer, ¿qué tienes que decir? Explícate de una vez... ¡de modo que te enrollaste anoche y te has dormido!" El hombre tomó aire y cambió el tono de voz, ahora sarcástico: "El caballero estuvo anoche de juerga y como hoy no tenía nada que hacer se queda dormido a pata suelta. Escucha con atención que no te lo voy a repetir: antes de veinte minutos te quiero en el expositor de la feria; te afeitas, te aseas, te vistes, tomas un taxi y lo dicho ¡veinte minutos! y ¡ah! el taxi lo pagas de tu bolsillo... ¿cómo? ¡ni hombre, ni mujer, ni padre ni madre! ¡de tu bolsillo! Adiós". Apagó el móvil con rabia.
Madrid estaba más embotellado que el miércoles santo a las dos de la tarde. Coches, coches y más coches, todos intentando avanzar a punta de aleta. Y un helicóptero en lo alto observaba el maremágnun e informaba a nuestro alcalde de que no había ningún atasco en Madrid. Esperé a que el viajero me preguntara cuánto tiempo tardaríamos en llegar. Para aminorar la tensión le contesté cuando lo hizo "que no mucho, pero antes que Martín, seguro". Sonrió. "¡Ah, Martín, Martín! Este Martín me va a matar a mí o lo mato yo a él".
Unos minutos, y el caballero volvió a tomar el móvil para hacer una nueva llamada. "Hola-Sofía-cómo-estás", dijo. Explicó el incidente de Martín y supe que éste y Sofía eran hermanos. "Tu hermanito continúa haciendo de las suyas; veinte minutos esperando y ¿dónde crees que estaba?... Has acertado, en la cama. ¿Está Marta contigo? Pásamela... da igual que esté adormilada, pásamela”. Esperó una fracción de segundo, pero con impaciencia. "Hija, ¿has dormido poco? Te oigo bostezar... ¿que es el calor del taxi? Yo también voy en uno y no tengo sueño". Dijo resuelto, desenfadado. La mágica voz de Marta había conseguido el milagro: de su frente había desaparecido el ceño fruncido, y ahora una mueca simpática se dibujaba en su cara. La mirada iracunda había tomado el brillo del sosiego y a cada ocurrencia de la niña, el hombre reía repitiendo todo lo que decía.
Conseguimos llegar al final del trayecto. Cuando extendí el recibo con el importe, comenté lo siguiente:
- Me alegro de poder llevar en mi taxi a un hombre feliz, creo que a Martín ésta vez le ha salvado su hija Marta.
- Cierto amigo, pero mi hija no solo ha salvado a Martín, nos ha salvado a todos. Le voy a contar cómo ha venido Marta al mundo. Yo tengo otra hija, de veintidós años, y Marta ha nacido diecinueve años después. Tanto su madre como yo, sobre todo yo, estamos como un cencerro de locos y contentos. ¡Es más lista que los ratones coloraos! Fíjese el último consejo que me ha dado: "Papá, prométeme que vas a perdonar a tío Martín, porque si no lo perdonas, no me va a traer ningún regalito y yo no tengo la culpa de que las personas mayores seáis tontas y os rodeéis de problemas".
- Creo que su hija tiene mucha razón, que pase un buen día. Gracias.
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