La importancia del ritual

Todavía recuerdo, como si hubiera ocurrido ayer mismo, la insólita toma de uvas de 1974. Por aquel entonces solía trabajar en el turno de tarde-noche. Fiel a lo que siempre he creído que era el servicio público del taxi, estaba decidido a cumplir rigurosamente con mi turno. Tenía por delante muchas letras que pagar, tantas como años de juventud.

El tren llegó con retraso y los taxis escaseaban, así que el viajero respiró tranquilo cuando se aseguró uno para él. Cargamos dos pesadas maletas, varias cajas y unas alforjas de primera categoría. Ni que decir tiene que hoy en día ya no quedan alforjas como aquellas, las recuerdo con exactitud.

-¿Usted no será capaz de llegar a casa de mi hijo antes de las uvas?- me preguntó.
-Si es cerquita, sí-, respondí con benevolencia.
-Mi hijo vive en el número 42 de la calle Polvoranca. En Alcorcón.
-Olvídese-, le dije- las campanadas las oiremos por Radio Nacional de España.
-Vaya, un año más que tampoco tomaré las uvas en familia-, suspiró.
-¿Le trae usted las uvas a su hijo?
-No, pero si llego a saber que el tren se retrasaría tanto, habría traído una caja -reflexionó, para luego sugerir- ¿no llevará usted uvas en su taxi?
-Pues no, uvas no llevo-, comenté. De pronto, el viajero me dijo su nombre y preguntó el mío-. Mi nombre es Isaías y ¿el suyo?
-Yo, Celedonio-. El locutor de RNE decía en ese momento que faltaban quince minutos para terminar el año. Explicaba lo del carillón, los cuartos y los segundos de espera entre campanada y campanada.
-Y, encima, el locutor dando la matraca-, murmuró el señor Isaías-. Mire, Celedonio: acabo de encontrar la solución para la toma de las uvas-, declamó de forma ceremoniosa-. Cuando pueda, pare en un sitio tranquilo y sin peligro.

No comprendía pero obedecí al viajero. Desvié el taxi por la salida de la Puerta del Ángel hacia la Casa de Campo y aparqué al lado del Restaurante Currito. El señor Isaías me ordenó que sacara las alforjas del maletero. Se las entregué y extrajo dos botas de buen vino. Me inquirió si sabía beber por la bota. "Claro, soy un experto", sonreí. "Bien, pues cuando suenen las campanadas, usted desde esta bota y yo desde la otra beberemos doce traguitos del hijo de la uva", sentenció. Y así fue, aunque quizá bebimos bastante más caldo que el que producen doce uvas... Sin embargo, el señor Isaías resolvió que eso no tenía importancia, pues lo verdaderamente relevante de la situación era "el ritual". Y el hecho de que los dos, como dijo, íbamos a tener "mejor año que el mismísimo Franco". Después de los doce tragos, nos abrazamos y nos deseamos buena salud y, la verdad es que a ambos nos fue mejor que al jefe del Estado, que ya no podría tomar las uvas del 75. O las de la libertad.

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