"¿Algún coche libre que no le importe llevar un perro a la calle Ochagavia nº39?", suplicó desesperada por enésima vez la señorita de la central. Si antes de retirar el suplemento de los perros ya había muchos taxistas que no querían llevarlos, desde que el Ayuntamiento de Madrid, con el visto bueno del señor Eladio Núñez, lo suprimió, la vida de los dueños de los perros se ha complicado enormemente, puesto que cada vez son menos los taxistas dispuestos a realizar estos servicios. No estaría mal que la Municipalidad y el señor Eladio rectificaran, y al igual que en Barcelona, se implantara de nuevo el suplemento (naturalmente, sin obligatoriedad para el taxista), ya que de esta forma se evitarían problemas como los que les cuento a continuación.
Yo me encontraba muy alejado de la calle Ochagavia, pero como siempre me han gustado los perros, aun sabiendo que perdería dinero, decidí apretar el botón del micro y aceptar. La operadora respiró aliviada cuando vio en su pantalla mi clave - X366 -. Enseguida dijo: "Diríjase a la calle Ochagavia nº39, a la Sociedad Protectora de Animales, a nombre de Leonor". Recibido.
Para no llegar con mucha cantidad puse mi taxímetro en la tarifa cero y circulé así más de dos kilómetros (pequeños detalles que algunos taxistas tenemos hacia nuestros viajeros). A mi lejanía se sumó otro problema: desconocía dónde estaba la calle Ochagavia, además de que el nº39 está en un fondo de saco y su acceso cortado por unos escalones. Con paciencia y preguntando, llegué por fin a la puerta. Muy al contrario de lo que yo esperaba, probablemente una bronca, la señora Leonor me recibió cariñosamente. Con gran trabajo, se acomodó en el taxi, suspiró y dijo: "Gracias hijo, gracias. Su taxi son mis piernas". Sonreí y pensando que no iríamos muy lejos, le pregunté: "Y el perro, ¿no tenía usted un perro?"- "claro hijo, pero mi Bamba no está aquí, mi Bamba está en el quinto pino"- respondió, y me pasó un papel con un plano, en el que estaba señalado con una X el punto exacto donde se encontraba, en la carretera del Pardo a Fuencarral, kilómetro 3.800. "Ahí, donde está la cruz, ahí está mi Bamba, así que tenemos que ir, recogerlo y volver a mi casa, en la calle Artajona".
¿Y cómo es que habían llevado el perro tan lejos? Como teníamos tiempo, la señora Leonor se dispuso a contármelo. "Desde que sé que mi Bamba está bien, me han entrado ganas de hablar"- me dijo. "Verá, ayer por la tarde, salí como todos los días a pasear con el perro por el parque que da a la calle Alcalde Martínez Alzaga, y una vez dentro, lo solté como hago siempre, para que el perro se sienta libre y pueda moverse aunque apenas se aleja mucho de mi. Pero, sin saber cómo, desapareció. Aturdida y asustada, empecé a buscarlo y a llamarlo, "Bambaa, Bambaa"... Al oír mis gritos y mi desolación se unieron a mí todos mis vecinos y conocidos. Recorrimos el parque, las calles del barrio, organizamos patrullas... pero nada, anochecía y ni rastro de Bamba. Después de pasar una de las peores noches de mi vida, salí de nuevo a la calle con la esperanza de que alguien supiera algo. Me acerqué al Centro de Protección de Animales de la calle Ochagavia, y me dijeron que una señora les había llamado explicándoles que se había encontrado un perro abandonado y preguntado si ellos podían hacer algo por el animal. "De manera que los de esta sociedad fueron a casa de la señora y trasladaron al perro a donde los guardan hasta que alguien los adopte de nuevo". Hizo un alto y tomó aliento.
"No sabe la noche que he pasado, y qué noche habrá pasado mi perro, seguro que ya no se vuelve a despistar. He llamado a mis hijas, que viven en Santander, y una de ellas, bromeando, me ha dicho: 'Mira que si te lo han secuestrado y ahora te piden dinero para que te lo devuelvan... tú, mamá, no sueltes un duro, que sólo es un perro'. Pero, ¿cómo va a ser sólo un perro? Le he contestado que estaría dispuesta a dar medio millón, y muy seria me dice que no sería capaz... pero, hija mía, si ese perro es nuestra vida, la de tu padre y la mía...'qué exagerada eres, mamá', me ha dicho".
¿Exagerada? A mí al principio también me lo pareció. Sin embargo, a medida que avanzaba el relato... La señora Leonor parecía estar viva por ese animal, Bamba. Un perro que había llegado a ellos para salvarles, para devolverles la felicidad que siempre habían tenido ella y su marido, un hombre con un fuerte temperamento, pero "con un corazón que se salía del cuerpo de lo grande que era". Leonor me contó que gracias al animal había superado una "depresión de caballo" que, ni pastillas ni vitaminas conseguían curar. El médico, sin saber qué hacer, le regaló a Bamba y sin saber cómo, el animal logró lo que la ciencia era incapaz: a los quince días Leonor volvió a ser la misma de siempre. Pero no sólo esto hizo Bamba, salvarla del abismo, sino que cuando ella, más tarde, hubo de enfrentarse a un cáncer de pecho, el perro salvó también a su angustiado marido, ahuyentando la depresión al proporcionarle un entretenimiento, el único que era capaz de encontrar: el del paseo y la comunicación con Bamba. Leonor hizo mención también a la los taxistas, que la habían trasladado muchísimos días a las sesiones de radioterapia, y que la habían acompañado hasta dejarla en casa, porque su marido flojeaba y no podía soportar verla en aquellas condiciones.
Por ello el reencuentro fue apoteósico. Bamba se lanzó hacia ella como el futbolista que celebra un gol decisivo. Jadeaba y emitía pequeños ladridos, sólo le faltaba hablar. La señora Leonor lloraba y yo, observaba la escena con una sonrisa de Gioconda. Sorprendido y atónito, pero sin saber por qué también estaba contento, contento de ser taxista y de haber decidido salir al servicio de la calle Ochagavia.
La vuelta fue más rápida, pero aun me quedaba algo más por ver en esta historia. Me quedaban los rostros de las más de veinte personas que esperaban en la calle Artajona a Leonor y a Bamba, en su lugar de residencia, y desde luego, me faltaba por ver al señor Isaías, el marido de Leonor, un hombre alto, fuerte, de rostro angulado, mirada profunda, voz potente, que exclamaba: "¡No es posible que este canijo que se asusta de un ratón me esté haciendo llorar como un magdaleno!" Los allí presentes bromeaban con el señor Isaías hasta que por fin le salió la vena de su temperamento, y con su voz potente y firme, dijo: "¡Me cago en Cristo !, Arturo, Eusebio, de qué mierda os reís, sois unos insensatos, unos insensibles, ¿no podéis comprender lo que se puede llegar a querer a un perro...?".
Claro que sabemos lo que se quiere a un perro, pero nos reímos de tu alegría, de tus lágrimas, de tu emoción, que también es la nuestra.
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