Mirándose con sorpresa porque no se conocían, en el mismo lindero del monte se encontraron. Y, en la aldea, eso de no conocer a un semejante es cosa que pasma. A la extrañeza iba unida la hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio determinado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va a idéntico lugar para hacer lo mismo que el otro. No cabía duda de que los dos tenían la intención de recoger muchas castañas: las más sanas, las más lozanas, las más gordas. Allí, en el castañar que es de todos y de nadie, toparon el uno con el otro. Los dos provistos con un fardel y un pequeño rastrillo para remover la hojarasca y los erizos entreabiertos y, de este modo, conseguir recoger las suficientes castañas para celebrar la gran magostada que, desde tiempos de Maricastaña, se celebra en la aldea coincidiendo con el sorteo de la lotería de Navidad.
Así es que, prontamente, desecharon el pasajero enojo y los dos jóvenes rompieron a reír. Ella reía con un gorjeo de paloma que arrulla columpiando el talle y el seno. Él reía enseñando los dientes bajo el bigote retostado.
—Entonces, ¿viene por castañas? —preguntó ella cuando la risa le permitió hablar.
— ¿Y por qué habría de venir, serranita, no siendo por eso?
— ¿Yo qué sé? También podía venir paseando.
— ¿Paseando con el fardel y el rastrillo para echar las castañas?
— Bueno, cada persona tiene su gusto.
Mientras tocaban estas dicheras se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos negros como el carbón? ¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?
— ¿Tiene la casa muy lejos?
— ¿Por qué me lo pregunta? —le inquirió ella recelosa—. ¡Hay tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si se las topa solitas en el medio del monte, cuando no se oye más ruido que el viento zumbando en las copas de los castaños, ni se ve más bicho viviente que el de las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca y los erizos a medio abrir...!
— Además, lo pregunto al tenor de que para transportar a cuestas el fardel de castañas hasta la casa...
— Con la ayuda de Dios bien las transportaré hasta la era del tío Miñambres.
— ¿El tío Miñambres? ¿El zapatero? ¡Qué de medias suelas me echó a los zapatos siendo yo un chiquillo! ¿Y que eres tú del tío Miñambres?
— Su hija, vaya. ¿Que había de ser?
El mozo, asombrado, quedose pensativo. Su figura esbelta le descubría el cuello robusto con una enérgica expresión. Al fin castañeó los dedos triunfalmente.
— ¡Elvira! ¡Elvira! ¿No te acuerdas de mí?
Soltó la rapaza el rastrillo y el fardel y, juntando las manos en señal se admiración, exclamó:
— ¡Nicolás! ¡Nicolás! Ya lo estaba cavilando: o este es el Nicolás, o es el mismo demonio metido en su figura.
— ¡Vaya! ¡Conque Elviriña!
— ¡Vaya, hombre! ¡Conque Nicolasiño! Tantos años que te largaste de aquí, y luego volviste para quedarte en la aldea.
— A eso vengo. Cumplí, serví, traigo unas pesetas y la salud. Mientras mi madre viva, aquí me ha de sostener la tierra.
— Por muchos años —deseó ella bajando la vista con un dulce mohín vergonzoso.
— Y entonces, ahora que nos conocemos, recogemos las castañas de una vez. Porque hace mucho tiempo que no estoy en la aldea y tengo muchas ganas de hacer la magostada como la hacíamos antaño. ¿Oyes, mujer?
Cada uno rompió a esgrimir el rastrillo y a remover la hojarasca para dejar al descubierto las castañas y, con gran soltura y habilidad, echarlas al fardel. Había una especie de porfía, de vigor y energía juvenil: tratábase de ver quién recogía más y mejores castañas en menos tiempo para avergonzar al compañero. Era como un pugilato de fuerza y habilidad entre el varón y la hembra. Ella, tratando de juntar más castañas que él; él, viendo su afán y su trabajo, sintió compasión y con irónica voz, le dijo:
— Deja, mujer, que ya tienes en el fardel castañas para hacer tres magostadas. ¿De qué te valen tantas castañas? Luego no podrás llevarlas hasta la era del tío Miñambres.
— Si puedo o no puedo transportarlas… ya a se verá. ¿Tú recogiste ya las que te cumplía?
— Paréceme que sí.
— Pues ¡hala! —y desliándose una cuerda que llevaba a la cintura ató el fardel.
Otro tanto hizo Nicolás. Después, galantemente, se ofreció a erguir y cargar el fardel a la espalda de Elvira. Luego cargó el suyo al hombro al estilo de San Cristóbal.
Ninguno de los dos, ni por el valor de una onza de oro, hubiera confesado que los sacos pesaban de más. «Soy hembra de labor capaz de ayudar a mi hombre». Y él: «Aunque me veas vestido de ciudad sigo siendo mozo de aldea, y lo que otro haga, a fe que también lo hago yo». De pronto, Elvira pareció aplastarse en tierra: era que había caído de rodillas, no podía Nicolás ayudarla con la rapidez que él quería. Elvira se irguió como pudo, y de sus labios brotó una protesta: «Fue que tropecé con un pedrusco. Velo ahí, ¿ves?». Nicolás desvió la piedra con el pie, y siguieron marchando mudos y jadeantes.
Por fin llegaron a la era del tío Miñambres. Toda la aldea se había reunido en la era para llevar a cabo la tradicional magostada. Habían llevado abundantes camadas de zarzas bien secas, el mejor combustible para asar las castañas, porque la zarza arde muy rápido pero también se apaga en el momento justo en que las castañas no están ni crudas ni quemadas, vamos, un milagro perfecto de la naturaleza. «LA LOTERÍA NO NOS TOCARÁ, PERO LA CALVOCHADA NADIE NOS LA QUITARÁ», anunciaba un cartel a la entrada de la era.
Los dos mozos se habían detenido a la vez dejando caer los fardeles de castañas, pasándose la mano por la frente sudorosa.
— Aquí —dijo ella.
— Bueno, pues aquí —aceptó él como quien se deja obligar.
— ¿Armamos dos magostadas o una sola, Elviriña de azúcar?
— Según sea tu gusto, Nicolasiño de miel.
— Mi gusto es hacer una sola para los dos —y, enseguida, a cuatro manos, colocaron las castañas formando dos círculos que, sin quererlo, formaron un corazón perfectamente dibujado sobre el suelo de tierra de la era del tío Miñambres.
Nicolás colocó una buena camada de zarzas secas sobre las castañas y, restallando un fósforo, prendió un puñado de hierbas secas que ardieron como la yesca. Luego las arrojó al centro de la camada de zarzas. «Qué pronto arden las zarzas secas», dijo Elvira. «Sí», asintió él, y prosiguió: «Ahora hay que darle la vuelta a las castañas y asarlas por el otro lado». De nuevo, a cuatro manos, voltearon las castañas y, aunque se quemaban la punta de los dedos, no paraban de reír. En la segunda llamarada, con la agilidad de un cervatillo, Nicolás saltó la hoguera, alzando torbellinos de centellas menudas y chispeantes. Al terminar el vuelo fue a caer contra Elvira, que reía feliz otra vez. Le amparó evitando una brusca caída, se miraron y, agarrados de las manos, ante la apacible penumbra del crepúsculo que no terminaba nunca, Nicolasiño susurraba al oído de su Elviriña: «Buena magostada la que hemos armado, mujer». «Sí, Nicolasiño, la mejor magostada de toda mi vida».
Ojalá, querida Elviriña, ojalá que Dios nos dé vida y salud para poder hacer muchísimas magostadas tan bonitas como la de hoy. Que nos dé pan a los que tenemos hambre, y hambre a los que tienen pan.
El mismo deseo de Nicolás y Elvira os deseamos desde Alcorcón en este 2023 en el que la alta literatura me ha echado una mano para salir del paso con el cuento navideño de este año.
Feliz Navidad y próspero año 2024
Chani y Cele
Lumbrarada pertenece a la obra «Cuentos de la tierra» (obra póstuma), de Emilia Pardo Bazán (1851-1921), considerada la mejor novelista española del siglo XIX y una de las escritoras más destacadas de nuestra historia literaria.