Aprendiz de Carafunca



Carafunca es un personaje que ha navegado por todos los mares, ha estado en todas las selvas, todos los desiertos, todos los montes, todos los valles, se ha arrecido en el Polo Norte y el Sur, yo creo que ha viajado al fondo de la tierra y puede que por todas las galaxias.

Carafunca tiene el poder de reencarnarse en todas las caras que más queremos, en la cara de los que están, de los que se fueron, incluso en las que más pronto o más tarde llegarán.

En esto pensaba yo en mi regreso a Madrid por una carretera secundaria de un pequeño viaje de la provincia de Ávila. De pronto los faros iluminaron caminando por la cuneta a tres personajes perfectamente vestidos o disfrazados de los tres Reyes Magos. Eso pensé yo, perfectamente disfrazados de magos que iban o venían de una fiesta de disfraces.

Para verlos bien aminoré la velocidad al paso al que caminaban los tres disfrazados. Los pude ver con claridad, vi sus capas, sus coronas, sus caras majestuosas, los rebasé lentamente y los seguí viendo por el espejo hasta que se diluyeron en la más profunda oscuridad. Continué mi camino con un ligero resquemor en mi conciencia. Debería haber parado e invitarlos a subir al taxi para acercarlos a la fiesta de disfraces o a sus casas.


Dicen que los pilotos de aviación están hartos de toparse con objetos volantes; se comenta que, por miedo a que les quiten la licencia, no cuentan sus avistamientos. Como a mí nadie me va a quitar la cartilla que me habilita trasladar gente de allá para acá, sigo contando. De nuevo los faros volvieron a iluminar a los tres magos caminantes, las mismas ropas, las mismas coronas, las mismas caras, el mismo caminar flotabamboleante.

Todo se repetía, todo, pero diez kilómetros más adelante, volví a mirar por el espejo y, en lugar de en la cuneta los descubrí en el asiento trasero del taxi. Allí, sin explicarme cómo habían entrado, allí estaban cómodamente sentados.

Cuando era niño soñaba con poder verlos, hacia esfuerzos ímprobos para no quedarme dormido y jamás lo conseguía, siempre me derrotaba el sueño. Y ahora, sin saber cómo, sin comerlo ni beberlo, allí los tenía sentaditos en el taxi. Los miraba y ellos me miraban a mí, no era capaz de hablar, sólo sé que me encontraba más hueco, más esponjoso, y más contento que una pava real en huevos.

Por fin se me ocurrió algo y les pregunté a sus majestades que cómo se las arreglaban para repartir tantas cosas en una sola noche. Después de grandes risotadas, creo que fue Melchor el que habló. “Hacemos como el sol, como las estrellas, como las mareas de los mares. Milagros que suceden todos los días. Nosotros empleamos la misma fuerza y la misma magia”.
  
Les pedí a sus majestades algo más, que dejaran algo de su mano en el libro de firmas de viajeros ilustres que llevo a bordo desde hace años. Sin saber cómo, en menos que un cura tarda en abrocharse sin equivocarse los 42 botones de la sotana, el taxi transportado por una mano invisible y poderosa (quizá la misma que traslada cada día a los magos de los belenes) apareció detenido ante la luz de sangre que hay pasado el Arco de Moncloa. De pronto la luz de sangre se tornó verde esperanza, y como hago siempre que inicio la marcha miré al espejo retrovisor y los tres Reyes Magos, igual que habían entrado, igual, igualito habían desaparecido.

Para los incrédulos, en las páginas centrales del libro de viajeros ilustres, de su puño y letra dejaron dibujada toda la felicidad que este aprendiz de Carafunca os desea.

De corazón, Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo.

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