Cuento de Navidad 2014: mi vida sobre las cuatro ruedas del taxi

Querida familia: 

Pensaba yo que a mí no me iba a llegar el día de la jubilación pero, hete aquí, que como no para de amanecer y de anochecer, cuando os llegue este nuevo cuento de Navidad llevo cincuenta días vaciando el saco del júbilo. Como no pare de sacar pronto me quedaré sin júbilo.
Si mis ojos hubieran llevado una cámara de grabar o fotografiar, hubieran retratado o filmado los diferentes y variados aconteceres que han sucedido a bordo de mi vida sobre las cuatro ruedas del taxi.
No me queda más remedio que tirar de los apuntes de mis cuadernos y, a través de este cuento, intentaré que veáis lo que mis ojos no pudieron retratar ni grabar.

PERPLEJO
Recuerdo a una mujer que, en una fría y lluviosa tarde, cruzaba entre la marabunta del tráfago tirando de la mano de un niño que apenas sí podía andar, mientras que, entre su senos −­­Paco Cazalla diría “entre sus pechugas” −, allí bien arropadito, bien “arrebujadito” como se arropa a un indefenso bebé, llevaba un perro que olisqueaba con su brillante hocico todo lo que pasaba en la comercial calle Serrano.
Qué gran diferencia la estampa del chucho sobre los senos de la mujer. Ese animal nunca podrá ser como el perro amaestrado que, sentado sobre sus patas traseras espera pacientemente a que cambie el semáforo para cruzar, nada menos que toda la Gran Vía, justo por el paso de peatones. Una buena lección para muchos humanos y sobre todo para la encopetada señora de lujoso barrio de Salamanca. 


PARA PARTIRSE DE RISA
Tendríais que haber visto la cara que se le quedó al señor Argímedes, hombre tranquilo y pachón como pocos, cuando ocurrió lo que estoy presto a contar. Él y su mujer alquilaron mis servicios la noche anterior al sorteo navideño para ir a un pueblo de la fría estepa soriana. En medio del inmenso páramo y bajo una lluvia infernal, Argímedes me dijo...
“Chofer, chofer, échese fuera de la carretera que mi próstata y mi vejiga no aguantan más y si no vacío pronto, pueden pasar dos cosas: o me meo encima o reviento”.
Aprovechando el descargadero de una escombrera paré y tanto Argímedes como su esposa salieron del taxi y se alejaron unos metros. Esperé tranquilo a que el señor terminara la faena. Reanudé la marcha tras oír el portazo sin darme cuenta de que la puerta la había cerrado una “ventragá” de viento traicionero. Allí se quedó Argímedes con su pelliza de cuero junto a su querida esposa bajo la lluvia torrencial de la inclemente noche de diciembre. Y no un kilómetro ni dos, sino diez kilómetros tardé en darme cuenta de que ambos habían desaparecido, como la chica de la leyenda de la curva. Volví a la búsqueda de los ausentes pasajeros y las caras que yo vi son las que me gustaría que advirtierais vosotros. Mentira me parece, pero los rostros de la señora y el caballero no eran de cabreo ni desesperación, eran los de un hombre y una mujer plenamente felices, contentos, alegres. No paraban de repetir: “La que nos ha liado el jodío ventarrón”. Los tres como bobalicones nos partíamos de risa. 


PARA DESCUAJARSE
Quizá penséis que este viajero con un vientecillo rural jamás ha existido. Qué digo vientecillo, el viajero tenía la rosa de todos los vientos campestres habidos y por haber. El cierzo, el solano, el ábrego, el tramontano...
El caso es que por la boina de humos de Madrid o por los vapores del coche, cuando más tranquilos y silenciosos nos acercábamos a la estación Sur, el hombre exclamó:
“Oiga taxista, taxista, pare, pare, que no puedo más y tengo que ‘gomitarrr, gomitarrr’". Y vaya sí "gomitó". Vomitó hasta la primera leche que mamó.
Vomitó y vomitó como si hubiera estado toda la noche de botellón. Entre sonoras arcadas expulsó chorizo, judías verdes y blancas, oreja mezclada con morcillas; arrojó lechuga, castañas, las doce mil uvas de San Luis, aceitunas negras y verdes; vamos, toda la pota de auténtica dieta mediterránea. Cuando por fin el pasajero se quedó a gusto, continuamos el viaje. Cuando ya divisábamos la estación, volvió a la carga: “Oiga taxista, ¿usted recuerda el lugar exacto en el que arrojé las tripas?”. “Claro, ya lo creo que me acuerdo”, respondí. “¿Por qué?”, proseguí, temeroso. “Pues tenemos que volver, es necesario aunque perdamos el coche de línea y tengamos que hacer noche en Madrid”.
Entonces, por primera vez, saltó su mujer e interpeló al hombre. “Pero, ¿para qué quieres volver justamente allí? Qué quieres: ¿volver a vomitar o que vomitemos nosotros? Anda, llévame a ver el Palacio de Alfonso XII, pero regresar a contemplar todo lo que arrojaste, ni hablar, eso ni hablar... Llévame mejor por el Madrid de los ‘jautrias’; al fin y al cabo el coche de línea no sale hasta las seis, así que tenemos cinco horas para que el taxista nos dé unas ‘regueltas’ por la capital de España que, ¡a saber cuándo venimos de nuevo!”. “No, antes tenemos que volver allí y después damos las ‘regueltas’ y garbeos que tú quieras por ese Madrid que tú dices. Debemos regresar porque está mi dentadura y tú, mujer, no querrás que nos paseemos por los madriles sin los piños, que mis buenos duros me han costado. ¡Coño!”.
Aquel “coño” era muy elocuente, así que retornamos al lugar del vómito y casi del óbito. Y, efectivamente, cuando llegamos a la Avenida de los Toreros, frente a la puerta de chiqueros, estaba la dentadura superior, sonrosada y limpia como la patena, brillando al sol otoñal. Sin duda, algún perro callejero se había merendado la pota mediterránea, lamido y relamido la prótesis hasta la saciedad.
El hombre, al verla, se reía bobamente la mar de contento, enseñando todas las encías desnudas, lo mismo que los carneros se las muestran a las ovejas en la época de celo, levantando el belfo a los cuatro vientos.
Al iniciar el viaje la mujer le recriminó el hecho de que se ajustara los dientes de nuevo en la boca sin más limpieza que la de un par de soplidos. "¡Cacho guarro! ¡Cacho marrano!”, le decía, “a mí no te arrimes por lo menos en tres meses”. El hombre se desternillaba de la risa. “Jodío lebrel, no le han gustado mis dientes y se los ha dejado en el plato, como hago yo con las puñeteras lentejas”, decía entre estentóreas carcajadas.


PARA  ENTERNECERSE
También me llamó poderosamente la atención ver en pleno invierno en la calle Fuencarral a una mujer joven y hermosa completamente desnuda mirando escaparates. Pobre de aquel que solo retratara en ella a una tía en pelota viva, en lugar de fijarnos en la circunstancia que la llevó a semejante disparate.
A veces cometemos el error de llamar demencia a lo que simplemente es un profundo ataque de sonambulismo. Tampoco se me pasó por alto la candorosa acción de un hombre, con edad para ser catalogado de viejo verde, que se despojó de su chaqueta y cubrió con ella las partes más expuestas de la muchacha, sin que se le atisbara al bienhechor ninguna corriente lasciva.
Me enterneció esa escena y otra que sucedió hacia las diez de una lejana Nochevieja. Bajaba yo por la calle de la Montera, ya de retirada para cenar y disfrutar como todo “quisqui” del fin de año con la familia. Vi a una prostituta que miraba escaparates con desgana. Confieso que se me encogió el corazón, me dio mucha pena que en una noche tan especial alguien, no importa de quien se trate, se vea obligado a refugiarse en su trabajo porque no tiene a dónde ir ni nadie que la espere. Eso, quiérase o no, es pero que muy triste y doloroso.
Así pues, paré mi taxi un momento y mis ojos inmortalizaron no a un cuerpo cubierto por un chaquetón raído y ajustado, no a unas piernas y unos pechos provocativos, sino una lágrima. Yo la vi, una lágrima que resbalaba por el interior de su soledad, por el interior de su alma herida.

En fin, querida familia, espero que mi nueva vida me depare nuevos y diversos aconteceres, para que pueda volver a felicitaros con más o menos acierto, que mi cuento navideño sirva para ahuyentar la soledad y para desearos de corazón toda la felicidad y todo lo mejor para el nuevo año. 


Muchas felicidades. 

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