Si mis ojos hubieran
llevado una cámara de grabar o fotografiar, hubieran retratado o filmado los
diferentes y variados aconteceres que han sucedido a bordo de mi vida sobre las
cuatro ruedas del taxi.
No me queda más remedio
que tirar de los apuntes de mis cuadernos y, a través de este cuento, intentaré
que veáis lo que mis ojos no pudieron retratar ni grabar.
PERPLEJO
Qué gran diferencia la
estampa del chucho sobre los senos de la mujer. Ese animal nunca podrá ser como
el perro amaestrado que, sentado sobre sus patas traseras espera pacientemente
a que cambie el semáforo para cruzar, nada menos que toda la Gran Vía, justo
por el paso de peatones. Una buena lección para muchos humanos y sobre todo
para la encopetada señora de lujoso barrio de Salamanca.
PARA PARTIRSE DE RISA
Tendríais que haber visto
la cara que se le quedó al señor Argímedes, hombre tranquilo y pachón como
pocos, cuando ocurrió lo que estoy presto a contar. Él y su mujer alquilaron mis
servicios la noche anterior al sorteo navideño para ir a un pueblo de la fría estepa
soriana. En medio del inmenso páramo y bajo una lluvia infernal, Argímedes me
dijo...
“Chofer, chofer, échese fuera
de la carretera que mi próstata y mi vejiga no aguantan más y si no vacío
pronto, pueden pasar dos cosas: o me meo encima o reviento”.
Aprovechando el
descargadero de una escombrera paré y tanto Argímedes como su esposa salieron
del taxi y se alejaron unos metros. Esperé tranquilo a que el señor terminara
la faena. Reanudé la marcha tras oír el portazo sin darme cuenta de que la
puerta la había cerrado una “ventragá”
de viento traicionero. Allí se quedó Argímedes con su pelliza de cuero junto a
su querida esposa bajo la lluvia torrencial de la inclemente noche de diciembre.
Y no un kilómetro ni dos, sino diez kilómetros tardé en darme cuenta de que ambos
habían desaparecido, como la chica de la leyenda de la curva. Volví a la
búsqueda de los ausentes pasajeros y las caras que yo vi son las que me
gustaría que advirtierais vosotros. Mentira me parece, pero los rostros de la
señora y el caballero no eran de cabreo ni desesperación, eran los de un hombre
y una mujer plenamente felices, contentos, alegres. No paraban de repetir: “La
que nos ha liado el jodío ventarrón”. Los tres como bobalicones nos partíamos
de risa.
PARA DESCUAJARSE
Quizá penséis que este
viajero con un vientecillo rural jamás ha existido. Qué digo vientecillo, el
viajero tenía la rosa de todos los vientos campestres habidos y por haber. El
cierzo, el solano, el ábrego, el tramontano...
El caso es que por la
boina de humos de Madrid o por los vapores del coche, cuando más tranquilos y silenciosos
nos acercábamos a la estación Sur, el hombre exclamó:
“Oiga taxista, taxista,
pare, pare, que no puedo más y tengo que ‘gomitarrr,
gomitarrr’". Y vaya sí "gomitó". Vomitó hasta la primera
leche que mamó.
Vomitó y vomitó como si hubiera
estado toda la noche de botellón. Entre sonoras arcadas expulsó chorizo, judías
verdes y blancas, oreja mezclada con morcillas; arrojó lechuga, castañas, las doce
mil uvas de San Luis, aceitunas negras y verdes; vamos, toda la pota de auténtica
dieta mediterránea. Cuando por fin el pasajero se quedó a gusto, continuamos el
viaje. Cuando ya divisábamos la estación, volvió a la carga: “Oiga taxista, ¿usted
recuerda el lugar exacto en el que arrojé las tripas?”. “Claro, ya lo creo que
me acuerdo”, respondí. “¿Por qué?”, proseguí, temeroso. “Pues tenemos que
volver, es necesario aunque perdamos el coche de línea y tengamos que hacer
noche en Madrid”.
Entonces, por primera
vez, saltó su mujer e interpeló al hombre. “Pero, ¿para qué quieres volver
justamente allí? Qué quieres: ¿volver a vomitar o que vomitemos nosotros? Anda,
llévame a ver el Palacio de Alfonso XII, pero regresar a contemplar todo lo que
arrojaste, ni hablar, eso ni hablar... Llévame mejor por el Madrid de los ‘jautrias’; al fin y al cabo el coche de línea
no sale hasta las seis, así que tenemos cinco horas para que el taxista nos dé
unas ‘regueltas’ por la capital de
España que, ¡a saber cuándo venimos de nuevo!”. “No, antes tenemos que volver
allí y después damos las ‘regueltas’
y garbeos que tú quieras por ese Madrid que tú dices. Debemos regresar porque
está mi dentadura y tú, mujer, no querrás que nos paseemos por los madriles sin los piños, que mis buenos
duros me han costado. ¡Coño!”.
Aquel “coño” era muy
elocuente, así que retornamos al lugar del vómito y casi del óbito. Y, efectivamente,
cuando llegamos a la Avenida de los Toreros, frente a la puerta de chiqueros,
estaba la dentadura superior, sonrosada y limpia como la patena, brillando al
sol otoñal. Sin duda, algún perro callejero se había merendado la pota mediterránea,
lamido y relamido la prótesis hasta la saciedad.
El hombre, al verla, se reía
bobamente la mar de contento, enseñando todas las encías desnudas, lo mismo que
los carneros se las muestran a las ovejas en la época de celo, levantando el
belfo a los cuatro vientos.
Al iniciar el viaje la
mujer le recriminó el hecho de que se ajustara los dientes de nuevo en la boca
sin más limpieza que la de un par de soplidos. "¡Cacho guarro! ¡Cacho
marrano!”, le decía, “a mí no te arrimes por lo menos en tres meses”. El hombre
se desternillaba de la risa. “Jodío lebrel, no le han gustado mis dientes y se
los ha dejado en el plato, como hago yo con las puñeteras lentejas”, decía
entre estentóreas carcajadas.
PARA ENTERNECERSE
También me llamó
poderosamente la atención ver en pleno invierno en la calle Fuencarral a una
mujer joven y hermosa completamente desnuda mirando escaparates. Pobre de aquel
que solo retratara en ella a una tía en pelota viva, en lugar de fijarnos en la
circunstancia que la llevó a semejante disparate.
A veces cometemos el
error de llamar demencia a lo que simplemente es un profundo ataque de
sonambulismo. Tampoco se me pasó por alto la candorosa acción de un hombre, con
edad para ser catalogado de viejo verde, que se despojó de su chaqueta y cubrió
con ella las partes más expuestas de la muchacha, sin que se le atisbara al bienhechor
ninguna corriente lasciva.
Me enterneció esa escena
y otra que sucedió hacia las diez de una lejana Nochevieja. Bajaba yo por la
calle de la Montera, ya de retirada para cenar y disfrutar como todo “quisqui” del fin de año con la familia. Vi
a una prostituta que miraba escaparates con desgana. Confieso que se me encogió
el corazón, me dio mucha pena que en una noche tan especial alguien, no importa
de quien se trate, se vea obligado a refugiarse en su trabajo porque no tiene a
dónde ir ni nadie que la espere. Eso, quiérase o no, es pero que muy triste y
doloroso.
Así pues, paré mi taxi un
momento y mis ojos inmortalizaron no a un cuerpo cubierto por un chaquetón raído
y ajustado, no a unas piernas y unos pechos provocativos, sino una lágrima. Yo
la vi, una lágrima que resbalaba por el interior de su soledad, por el interior
de su alma herida.
En fin, querida familia, espero que mi nueva vida me depare nuevos y diversos aconteceres, para que pueda volver a felicitaros con más o menos acierto, que mi cuento navideño sirva para ahuyentar la soledad y para desearos de corazón toda la felicidad y todo lo mejor para el nuevo año.
Muchas felicidades.
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