Empezando
por el presentador bastonero, los acróbatas, contorsionistas, domadores,
equilibristas, escapistas, hombres bala, ilusionistas, malabaristas,
mentalistas, mono ciclistas, magos, payasos, titiriteros, cuenta chistes,
animadores zanqueros, forzudos, tragafuegos,
tragasables, trapecistas, trabajadores de base y el público asistente, ninguno olvidaría
aquella función.
El trapecista fuerte, ese que nunca volaba ni daba espectaculares
volteretas ni triples saltos mortales, que actuaba de sostén y
transmitía seguridad y tranquilidad gracias a sus vigorosos y ágiles
brazos salía de la sombra en el instante preciso. Allí arriba
era testigo mudo de los aplausos, los vítores, los “¡bravos!”, los
emocionados “¡¡¡aaaahhhhhhh!!!”, los aliviados “¡¡¡uuuuuuuiiiiiiiiiii!!!”,
los enardecidos aplausos siempre dedicados al trapecista volador, el de
las piruetas, los pantallazos y las hazañas mortales.
Abajo, fuera
de los focos y los efectos especiales, en la quietud de la caravana
contigua, el trapecista fuerte escuchaba en silencio el maltrato continuado, las discusiones, los
golpes, los gritos, los insultos y los sollozos entrecortados que su
compañero de escena provocaba en su joven esposa, paradojas de la vida, la
mejor escapista del mundo, la mejor ilusionista. Conseguía zafarse de lo
imposible. Se metamorfoseaba en aire. Escapaba del interior de un saco encerrado
a su vez en un baúl, atado y con candados. Entonces, una ayudante con actitud
de guardiana victoriosa, se encaramaba encima del baúl. Y, tres, dos, uno... al
instante la cortina bajaba y se había producido la transformación. La escapista
aparecía en el lugar de la guardiana. Para darle más emoción al espectáculo,
lentamente y con alharacas, iban quitando los candados al cofre, desataban
todas las cuerdas del saco y allí, sonriente y feliz, aparecía la
ayudante. La joven escapista era capaz de burlar cualquier atadura pero no
conseguía librarse de las agresivas manos del mejor trapecista del
mundo, embriagado de laureles y borracho de alcohol.
La función de la noche comenzó como siempre, cada número mejoraba al anterior,
todos intentaban superarse; la velada iba de menos a más, de pique en pique, de
triunfo en triunfo, de éxito en éxito. Los acróbatas se compaginaban
a la perfección. Antes de comenzar la última rutina del trapecista volador,
la de la triple voltereta mortal, soberbio y seguro de sí mismo, el circo se
encontraba paralizado, en inquietante suspense. Tras un atronador
redoble de tambores una voz anunció: “¡El no va más! ¡Lo nunca visto!”. El número
del triple salto mortal sería realizado en el más absoluto vacío, sobre el
negro abismo, libre y desprotegido de la red. El trapecista sostén, con la
impunidad que da la sombra, decidió sustituir el talco secante y el adherente
magnesio por una mezcla resbaladiza de aceite y vaselina. Embadurnó sus manos
para que su compañero de escena, el mejor acróbata del mundo que dejaba sin aire
a niños y mayores, el gran odiado y admirado Caruya, resbalara en vuelo
libre esa noche, estrellando su maltratadora y enferma cabeza contra la roja
alfombra del circo.
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