Querida familia: a veces mi cabeza es como una navaja suiza, está llena de artilugios. Extraigo el útil plumífero y escribo un nuevo cuento navideño. A mí me sirve para aprender algo y, a vosotros, espero que os entretenga aunque solo sea un ratino.
Conocí a Zacarías en la peana de lanzamiento de nadadores lentos. Me
miró y, sonriente, señaló el agua:
– No tenemos alas pero ahí dentro nos sentiremos como si las tuviéramos.
Vamos allá.
– Vamos, le contesté.
Así empezó una amistad de caminatas, largos en la calle de los lentos,
partidas de ajedrez, charlas y vinos en la tranquila vidorra de jubilados.
Sin saber por qué Zacarías cae bien a todo el mundo y también a mí. Hila
bien sus fantásticas historias y, lo más sorprendente de todo, afirma que son
reales.
Una de sus últimos relatos se refiere a su vida. Mi amigo llegó a Madrid
con un simple carnet de conducir y con poco más que lo puesto. Se presentó en Laboratorios
Avance buscando trabajo y, nada más enseñar su flamante carnet, lo contrataron.
Allí se encontró con una secretaria con gafas vestida con una bata blanca, del
mismo modo que docenas de mujeres que manipulaban envases de cristal,
ampolletas llenas de líquido, frascos que se llenaban de pastillas, las verdes
en los grandes, las rojas en los medianos, las azules en los pequeños, un espectáculo
magistralmente sincronizado por las manos de las chicas de bata blanca.
Todas vestían igual y todas tenían un círculo azul sobre la teta
izquierda que ponía "Laboratorios Avance”. La secretaria se dirigió a mi
colega:
– Mañana, amigo Zacarías, a las ocho en punto tendrá un resplandeciente Seat
600 cargado con 42 cajas y una lista con la dirección de las farmacias ubicadas
a voleo por todo Madrid. Usted con su pericia y habilidad dejará la mercancía en
las susodichas boticas. ¿Me explico?
– De maravilla, de maravilla, señorita, respondió Zacarías mirando el
circulito azul sobre...
– Vale, pues hasta mañana, contestó ella con pícara sonrisa.
Para alguien que conociera Madrid, ese trabajo era pan comido, pero Zacarías no sabía ni cuántos leones tenía
la Cibeles ni mucho menos dónde se encontraba. Así que a las cinco de la
tarde tenía un par de multas y 36 paquetes en el 600. “¡¡¡Madre mía!!! ¡¡¡Madre
mía!!! Quien me mandaría decir que conocía Madrid”, refunfuñaba. Para cuando regresó
a los Laboratorios Avance el señor Honembur, el Director General de la firma,
lo estaba esperando. El jefe, en lugar de ponerse como un basilisco, apoyó con
suavidad su mano en el hombro y lo miró con ojos comprensivos:
– ¡Pero hooombreee de Dios! ¡Mi
buen Zacarías! ¿Por qué no nos dijo que acababa de llegar del pueblo? Le hubiéramos
puesto un ayudante hasta que usted conociera Madrid para poder repartir la
mercancía en solitario.
– Supongo que estoy despedido, pues además de ocultarle ese detalle,
encima me han cascado dos multas, y en el Seat 600 quedan 36 cajas sin llegar a
su destino.
– ¡¡¡Hooombreee de Dios!!! ¡¡¡Hooombreee de Dios!!! Debería despedirlo,
pero me imagino por lo que está pasando. Ahora veo que efectivamente está
siendo sincero, por lo tanto le desquitaré de su sueldo el importe de las
multas y mañana con la ayuda de Pedrito Magán, que conoce muy bien la capital,
espero sean capaces de repartir la mercancía de hoy y, por supuesto, la de
mañana. Así que mañana ración doble. ¿Entendido?
El ángel nadador, nuestro Zacarías, trabajó en esos
laboratorios hasta que fueron vendidos a los norteamericanos. ¿Que qué hizo
cuando se quedó sin empleo? Pues buscó por todas partes: dejó currículums en un
montón de empresas, hizo entrevistas pero… nada de nada. No había forma. Pasó
semanas regresando a casa desesperado, viendo que pasaban los días sin que
empresa alguna lo llamara.
Un día, sentado en la puerta de un colegio, escuchó la conversación de
dos madres que esperaban a la salida a sus hijos. Una de ellas le decía a la
otra.
– Tengo que celebrar el
cumpleaños de mi hija y quiero que un payaso amenice la fiesta. ¿Tú no
sabrás o conocerás a alguno, o a alguien que se dedique a hacer de payaso?
Sin pensárselo dos veces, al oír lo que decían, saltó como un resorte y se
dirigió a la mujer.
– Perdone, sin querer he escuchado su conversación, y sí, yo conozco a un payaso de primera, un genio en
la materia.
Acto seguido, les tendió su número de teléfono. A la mañana siguiente la
mujer lo llamó. Acordaron un precio, compró un disfraz, una peluca, una nariz y
un montón de globos de colores. Nunca antes había actuado de payaso, pero la
necesidad le llevó a meterse en la piel del mejor. Zacarías cuenta con orgullo
que obtuvo tanto éxito en aquel primer cumpleaños que pronto corrió la voz y
acabó actuando cada vez en más y más fiestas, siempre oculto tras el disfraz. Engolaba la voz para que nadie, y mucho
menos su mujer, hijos y nietos, llegaran a sospechar nada.
Después de varias actuaciones y ya más seguro de sí mismo, nuestro
protagonista anunció a bombo y platillo que por fin los milagros existían. Mirando
a Milagros, que era el nombre por cierto de su mujer, reveló el prodigio de su
nuevo empleo:
– Querida familia, por fin mañana empiezo a trabajar de chófer
particular para unos ricachones del Parque Conde de Orgaz.
Aquel trabajo ficticio le permitía ensayar en el trastero y cambiarse de
ropa con más calma para sus espectáculos. Todo estaba perfectamente planeado
pero lo que no esperaba es que su esposa también quisiera contratar, para el
cumpleaños de su nieto mayor, a aquel payaso del que tanto hablaban las madres y
abuelas del colegio. Zaca, le espetó, ¿qué
te parece si para el cumpleaños de Óliver contratamos a ese payaso tan bueno,
ese que ameniza casi todas las fiestas del barrio? Zacarías se quedó lívido.
Sin embargo, era incapaz de decir que no: ¿cómo negarle un payaso a su propio
nieto?
Así que él mismo se ofreció a contratarlo. Incluso decidió que no solo
actuaría de payaso sino que, como la Navidad estaba al caer, realizaría un
número especial. Llevaría su mágica mesa de cristal y, sobre ella, esparciría
las sales y arenas de colores. Un haz de luz reflejaría en la pizarra del
colegio lo que sus manos dibujarían con presteza sobre la mesa transparente. Así, moviendo y removiendo las sales y
arenas, les mostraría el milagro de la Navidad visto a través de las viñetas
del payaso Zaca.
El plan no tenía fisuras. La tarde del cumpleaños de Óliver se excusaría
ante toda la familia alegando que debía guardar una serie de cosas desechadas
por sus jefes en el trastero, algo que cuadraba a la perfección con el carácter
de Diógenes de Zacarías.
– Enseguida estaré con vosotros en la fiesta, anunció.
Una vez más, el trastero que tantas veces había utilizado para cambiarse,
pintarse la cara y disfrazarse de payaso, serviría de ficticio refugio para
seguir con su doble vida.
– Imaginaos la escena, nos contaba Zaca en la piscina–. Yo amenizando la
fiesta del cumpleaños de mi nieto y Óliver diciendo: “Todo es perfecto, todo es genial... lástima que mi abuelo se haya
tenido que ir al trastero como siempre y se le haya ido el santo al cielo”. Y
mi esposa Milagros rematando: “Si será tonto tu abuelo Zaca. Seguro que otra
vez se ha puesto a leer allí y se está perdiendo la ternura que transmiten las viñetas,
la preciosa fiesta de cumpleaños de su nieto. ¡Ay! ¡Zaca, Zaca, se necesita ser
tontito!”.
Cuando mi amigo nos relataba este cuento, o
esta realidad, su cara resplandecía feliz. De su corazón emergían ansiosos deseos de
añadir vida a los años y años a la vida.
Los mismos y buenos deseos de salud y felicidad que Chani y este humilde cuentacuentos
os deseamos para 2016.
Feliz Navidad y Feliz Año Nuevo. Memorias y achuchones.
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