El ferretero Nicasio




Hacía mucho tiempo que los dos hijos de Nicasio, Juan y Teresa, no visitaban el pueblo. Siempre había un compromiso, un viaje, un trabajo atrasado, unos días de vacaciones que disfrutar ahora o nunca. Pero, esta vez, no había excusa: la neumonía del ferretero Nicasio, como lo llamaban en el pueblo, los haría volver a casa por Navidad.

Cuando regresaron, los dos hermanos se miraron sorprendidos: aquel no era el hogar de sus padres, de su feliz infancia, en la que tanto habían jugado, saltado y correteado. No era la casa de su alegre juventud. Se había convertido en la morada abandonada y descuidada de un anciano viudo, huraño y solitario. Su padre antes no era así… ¿Qué había pasado? ¿Por qué había degenerado tanto? 

Los motivos saltaban a la vista. La cruda vejez que mengua las fuerzas, la ausencia de la esposa, de la madre, de la abuela y las escasas visitas de los hijos y nietos. He ahí los ingredientes para el nacimiento del pequeño Diógenes que nada tira y todo acumula.

Al principio, Nicasio se negó en redondo a ser trasladado al hospital pero, al tercer día, el peligroso calenturón venció la férrea voluntad del duro ferretero.

En la parte de atrás de la casa, seguido de un bosquecillo, había un huerto, o lo que fue un hermoso y fértil huerto, hoy convertido en un solar de cardos, ortigas y malas hierbas. Eso sí, los altos muros de piedra que cercaban el huerto seguían intactos.

Los hijos del ferretero eran muy diferentes a su padre. Él apenas gastaba; en cambio, ellos habían viajado por medio mundo. Su padre solía decir que gastaban más que ganaban. Aprovechando la permanencia de Nicasio en el hospital, primero desbrozaron la maleza del huerto, apilándola en el centro del solar. Después, un día Teresa y otro Juan, con la ayuda de los niños, que eran unos jabatos incansables, fueron trasladando los desvencijados muebles y amontonándolos sobre la maleza.
El fin de año se acercaba y los médicos vaticinaron que el ferretero podría celebrar Nochevieja junto a su familia en su casa, como en los viejos tiempos.

Por ello, los hijos de Nicasio debían apresurarse. Una vez sacados los anticuados enseres, le tocó el turno al viejo jergón. Pintaron la casa y compraron cortinas, lámparas, sillas, un sofá, un televisor, un somier y un colchón, mesillas nuevas, una alfombra para aislar los pies del frío suelo. Todo quedó más luminoso y funcional. Al menos, pensaban, que los últimos años del abuelo fueran agradables y cálidos, que viera la televisión desde un cómodo sofá y, sobre todo, que descansara y durmiera en un buen colchón. Su espalda se lo agradecería.

Cuando el anciano entró en la casa de la mano de sus nietos, fue descubriendo poco a poco los cambios. Abría los ojos desorbitadamente, se enfadaba y desenfadaba al mismo tiempo, preguntándose cuánto habría costado todo aquello. Por fin entró en su dormitorio, se sentó sobre la cama, la palpó, destapó la colcha y la sábana y descubrió el colchón sin estrenar. Dio un respingo y se levantó como un resorte. Con los ojos echando chispas miró a sus hijos. 

- ¡¡¡Qué habéis hecho con mi viejo jergón!!! ¡¡¡Dónde está todo!!! ¡¡¡Maldita sea!!! ¿Dónde está todo?, gritaba.
- Papá, papá -le contestó Juan-, qué importa dónde esté todo, todo estaba viejo, sucio, carcomido y desvencijado. No valía nada y lo que menos valía era ese deforme y raído jergón.
- De todas formas -apaciguó Teresa-, todo está amontonado en el huerto, aún no lo hemos quemado. Queríamos que fueras tú, papá, el que mañana, el último día del año, prendieras la lumbre para quemar los últimos años de tu vida. De tu mísera vida, perdona que te digamos… Año nuevo, vida nueva, y ya es hora de decirle adiós a tu menesteroso pasado.
- ¿Es verdad que esa parte de mi pobre vida, como la llamáis vosotros, sigue ahí en el huerto? ¿Es verdad eso? -inquirió con ojos como platos.
- Sí, abuelo, todo está ahí fuera, nosotros también hemos ayudado mucho. Nos lo hemos pasado muy bien llevando todos los trastos al huerto. ¡Ven a verlos, ven a verlos! -insistían los cuatro nietos mientras tiraban de la chaqueta del abuelo.
- ¡Hijos míos! -exclamó mientras contemplaba el montón de trastos sobre la maleza, listos para ser quemados-. Menos mal, ¡menos mal!, pues, desde que los bancos y cajas de ahorros empezaron a engañar a la gente con las preferentes y los intereses gigantescos, y a dar duros a tres pesetas, dejé de confiar en ellos. Saqué todos mis caudales y los guardé ahí, en mi viejo jergón. Mañana lo convertiremos en ceniza pero, antes, los niños buscarán el tesoro en sus entrañas.


No es necesario describir lo felices que estaban Nicasio y sus dos hijos al observar cómo los niños, cual perros de presa, se afanaban en encontrar los ahorros de toda la vida del ferretero.

Esa misma felicidad
es la que os deseamos de todo corazón
Chani y Cele, vuestra familia de Alcorcón.

Feliz Navidad y Feliz Año 2017

No hay comentarios:

Publicar un comentario