Veinte minutos de (cierta) lucidez
A Basilio, mi eterno enemigo, no le va a gustar ni un pelo que me vuelvan a sacar de mi ataúd.
En el año 1964 la conmoción en el pueblo fue impresionante. Emeterio cargaba uno de los clásicos carros de ruedas grandes con radios de madera y aros de hierro, armado con una rudimentaria empalizada. Bien asentado con sus cuatro "mozos" (puntales apoyados en el suelo) y la pareja de bueyes desenyugados, con fuerza y pericia horqueaba la paja. Cien horcadas y se encaramaba a lo alto del carro y la aplastaba. No había nadie que pudiera verle y reírse de él, así que en lo alto del carro, el extravagante y enigmático Emeterio, querido por casi todos por sus charadas y excentricidades, se volvía niño y saltaba sobre la paja como lo hacían sus hijos. Cien horcadas de paja, cien saltos, aplastamiento, otras cien horcadas de paja, cien saltos, aplastamiento…
Tres, y hasta cuatro metros, median los carros atestados de paja del pueblo. Más o menos de esa altura cayó el señor Emeterio, con su pantalón de pana, la camisa de cuadros, el chaleco, su boina negra, su pañuelo moquero al cuello y sus botas de buen cuero. La caída fue criminal, podía haber caído de pie, de costado, de culo, pero no, su desplome estaba abocado a ser original. La gente sentenció: “Se ha desnucado”. El primero que lo vio fue el Miguel, que avisó al médico y a los vecinos. Don Pepe hizo lo correcto. Llamó al servicio de ambulancias de la época y recomendó que fuera trasladado urgentemente a Traumatología de la Paz de Madrid. La gravedad del paciente no podía ser tratada en aquella pequeña ciudad. Los mejores quirófanos, los mejores aparatos, los mayores adelantos, los mejores especialistas y hasta los mejores forenses estaban en el hospital de la capital.
Tres días y tres noches estuvo Emeterio batiéndose entre la muerte y la muerte y tan solo durante veinte minutos gozó de, cómo decirlo, cierta lucidez. Los aprovechó para balbucear a su hermano Lorenzo sus últimos deseos, que expresó en clave y de forma misteriosa como solía hacer, amante de las adivinanzas como era.
- Lorenzo, de ésta no salgo.
- Anda, calla, no digas bobadas, pronto estarás en casa dando guerra…
- No, Lorenzo, no, déjame hablar; me queda poco rato. Escucha, escucha bien lo que te digo: este será mi último acertijo. Tenéis que hacer lo imposible para que mi hijo Anselmo enmiende su destino e ingrese en la policía o en la benemérita. Eso será bueno para él y para mí. Calculo que le llevará unos diez años obtener el título, pues ya sabemos que el pobre no tiene muchas luces, ¡si nunca ha descifrado ninguno de mis jeroglíficos! Para esa fecha tendréis noticias mías. ¡Calla! No estoy loco: te aseguro que volveréis a saber de mí. También es muy importante que me enterréis con la ropa y con las viejas botas con las que estaba horqueando la paja. Quiero que esa sea mi mortaja, quiero descansar con esa ropa y esas botas, es mi último deseo y ya descubriréis por qué... Júrame que lo haréis así, júramelo…
- Te lo juro, pero, ¡dime! ¿Qué tramas, hermano?
Diez años después, a las 7:30 de la mañana, el joven Anselmo Roca, guardia civil de profesión, abordaba un taxi. Acudía a su cita más que dispuesto a tirar de la madeja que su padre, para su póstumo disfrute, dejó bien enredada.
- Buenos días.
- Buen día, amigo. ¿Dónde le llevo?
- Pues, señor, es un servicio algo especial y requiere bastante tiempo. ¿Podrá usted realizarlo?
- Tengo todo el día por delante, así que claro que puedo.
- Pues vamos a ir aquí.
Y le tendió la siguiente nota: “Familia de Emeterio Roca Sánchez: se le comunica que hoy 19 de diciembre de 1974 se procederá al desenterramiento del cadáver de Emeterio Roca Sánchez, sepultado en agosto del año 1964 en el Cementerio del Este. Ubicación: Cuartel 17. Legión 70. Acceso Puerta de O’Donnell. Los desenterramientos comenzarán a las 9:00 de la mañana. Si no hay nadie que lo reclame o que renueve el contrato, se procederá al traslado de los restos a los hornos crematorios para su incineración definitiva. En caso de que alguien lo reclame deberá personarse en el lugar indicado y presentar esta carta previamente sellada en nuestra oficina. El documento se lo entregará al encargado jefe de la exhumación que dirige los trabajos. Ellos le envolverán los restos del finado en un lienzo blanco y los depositarán en una caja de madera aglomerada para su fácil traslado. Atentamente. Cementerio del Este”.
Allí, en el Cuartel 17, Legión 70, se encontraron un enorme foso rectangular dividido por veintiún tabiques que formaban veinte profundos huecos, calculados para cuatro "reposaféretros". El de Emeterio hacía el número 72 para ser exhumado, pues el equipo de trabajo empezó por el lado contrario. Malo para el hijo de Emeterio y bueno para el taxímetro, que estaría marcando hasta la llegada del insólito pasajero.
Nada reseñable sobre los veinte primeros cadáveres, tan solo el nauseabundo e insoportable hedor de las decenas de costillares, cráneos, tibias, huesos... El veintiuno, cuyo nombre siempre recordarán, Casilda López Bravo, dejó a todos atónitos, pues apareció con una mata de pelo impecable sobre su blusa blanca e impoluta. Su cara durmiente resultaba totalmente reconocible. La misma Nefertiti hubiera codiciado el mismo formol, las mismas resinas, los mismos bálsamos y ungüentos de Casilda. Todos deseaban que “la faraona madrileña” fuera reclamada, pero como había ocurrido con dieciocho de los veinte cadáveres anteriores, nadie la esperaba. Ese cuerpo que tanto les había impresionado se deshizo cual ceniza de cigarrillo al contacto con las manos enguantadas de los trabajadores.
Al taxista le dio por pensar por qué diez años atrás el traslado de un cadáver de reciente defunción requería de un montón de permisos y, sobre todo, “de un pastón” y, en cambio, una década después, los huesos del mismo muerto podían trasladarse sin problemas en un par de metros de lienzo blanco, un cajón de madera aglomerada, la baca de un taxi hasta la Plaza de Toros y el 4L de Anselmo hasta el camposanto del pueblo.
A pesar del pestilente olor, ambos seguían atrapados por la curiosidad de aquel extraño trabajo. Dos desenterramientos más y llegarían al malogrado Emeterio. Aquella miseria convenció rápidamente y por completo al taxista de la utilidad de donar todos sus órganos a la ciencia. No estaba dispuesto a que un solo órgano trasplantable de su cuerpo terminara como los que envenenaban su nariz y los que veían sus ojos ese momento.
- ¿Algún familiar de Emeterio Roca Sánchez?
- Sí -contestó Anselmo.
- ¿Tiene el DNI y el documento sellado?
- Sí.
- Démelo. ¿Tiene fuerzas para ver la apertura del féretro?
Asintió con la cabeza. Subieron el ataúd y lo abrieron con rapidez. El cuerpo estaba entero. Según el funcionario, había sido un “hombre sano, fuerte, alto y poco medicinado”, adjetivos descriptivos y estereotipados que verdaderamente daban muy poca información del estrambótico Emeterio.
Las tablas del ataúd de los primeros diez años fueron a parar al contenedor de los olvidados. Fue necesario quebrantar los huesos rígidos y enteros mediante un limpio palazo en las corvas de las rodillas para que entraran en el cajón aglomerado. Huesos, botas y ajada mortaja, todo colocado sobre el lienzo blanco, presto a ser recogido por la celeridad de los manteros. El frío, el calor, la lluvia y la erosión del tiempo habían despegado aún más las punteras de las viejas botas de Emeterio dejándolas entreabiertas. De la abertura del zapato derecho emergía una lengua de papel, una nota que parecía cuidadosamente guardada.
- Un momento, un momento -dijo Anselmo-. Ahí en esa bota asoma un papel. ¿Puede sacarlo y dármelo? Hágalo con cuidado, por favor.
- Sí, señor, así lo haré.
El joven pensó en voz alta. “Diez años después voy a descubrir por qué mi padre le pidió a mi tío Lorenzo ser enterrado con la ropa y las viejas botas que calzaba el día del accidente. Diez años me ha llevado descifrar tu último, pero más preciado, jeroglífico, papá. Espero que estés orgulloso de mi lucidez”, le dijo al yacente y esperó a que éste le contestara con alguna mueca, sin suerte.
Mientras anudaban el lienzo con los restos de Emeterio y los metían en la caja de madera, el taxista musitó en voz baja:
- Después de haber soportado el frío y el hedor lapidario incrustado en mi estómago, merezco conocer lo que tan celosamente guardó tu padre en el interior de su calzado.
- Lo leeremos ante un humeante café, cuando los restos de mi padre estén en el 4L, sentenció Anselmo.
He aquí lo que decía el papel.
“A Basilio, mi eterno enemigo, no le va gustar ni un pelo que me vuelvan a sacar de mi ataúd. Las cosas entre él y yo van cada día peor. Me roba el agua y, lo que es peor, cuando no me la roba, a mala leche destruye la acequia sin importarle que el fruto de mi huerto, que alimentará a mi familia, se muera de sed, mientras el agua se pierde río abajo. Si continúa por ese camino no me extrañaría que un día cualquiera uno de los dos aparezca muerto. Si soy yo habré sido asesinado a traición. Basilio siempre me mira de soslayo y rehúye el diálogo de hombre a hombre. Estoy convencido de que buscará la forma de sorprenderme y matarme a traición. No tiene hombría ni agallas para enfrentarse a mí cara a cara. Sabe que saldría muy mal parado. Verano de 1964”.
Mientras Anselmo estrechaba la mano del taxista, con voz firme y decidida de guardia civil, declaró:
- El Basilisco de mirada errante y estrábica. El tío Basilio se las verá conmigo, ya lo creo que se las verá. Por la memoria del que por fin va a descansar en paz, juro que se las verá conmigo, como que me llamo Anselmo Roca Fragüe, digo, Yagüe, carraspeó el joven mostrando sus mejillas coloreadas.
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