Desiderio salía del hogar al mismo tiempo que los demás y, ya en la calle, nos íbamos despidiendo a medida que cada uno tomaba el camino de su casa. Tras el fallecimiento de su mujer, cambió de costumbre a la hora de abandonar el hogar. Empezó a marcharse precipitadamente, con prisa y casi siempre a la misma hora. Me brindaba a acompañarle hasta su casa, pero siempre se excusaba y declinaba mi ofrecimiento. Desde la muerte de su esposa, en mayor o menor medida, todos tratábamos de alegrarle un poco su soledad. “No tenéis que preocuparos, lo he sentido mucho, pero de veras estoy bien. Os agradezco vuestro apoyo. No soy ni seré el único que se ha quedado sin la mujer...”. Sin la mujer que hacía todas las listas. La lista de la compra, del equipaje, de los propósitos para el año nuevo, de invitados a las bodas, de los regalos de cumpleaños, de las ciudades de aquel verano que pasaron en Italia, de los lugares interesantes que visitar antes de morir, de las películas que ver, de la temporada de las obras de teatro, de la compra del primer piso que compartieron, de las cosas que debían devolverse tras la primera ruptura, de los defectos que cambiarían después de la definitiva reconciliación, de los besos, de los abrazos, de lo mucho que nos hemos querido, y de lo mucho que aún nos queda por querernos.
Con ese argumento, nos quedábamos más tranquilos.
El caso es que uno de esos días que Desiderio salía escopetado, fui tras
él sin que se diera cuenta. Me extrañó que tomara un camino opuesto al de su
casa. Discretamente lo seguí y lo que hizo me llenó de curiosidad. Se dirigió a
una cabina y marcó un número de teléfono. Desde una distancia prudencial
observé sus movimientos: se limitaba a escuchar y, mientras lo hacía, su cara
se iluminaba y sus ojos brillaban, cada vez más diminutos, al contrario que su sonrisa,
cada vez más amplia. Su rostro se sosegaba y se volvía radiante. Después hablaba
en un hilo de voz inaudible. Esto ocurría día tras día hasta que, sin previo
aviso y seguramente por falta de rentabilidad, la cabina fue eliminada. Era la
última cabina telefónica que quedaba en el barrio.
Tras el arrancamiento de la cabina a Desiderio también le arrebataron
algo que le hacía feliz. Empezó a deambular en solitario, abandonó el juego de
la petanca, el hogar del pensionista, la partida de ajedrez y se volvió más
huraño, desolado y amargo. Daba la impresión de que su cabeza acariciaba la trágica
y nefasta idea de quitarse de en medio, algo que no podía permitir en modo
alguno. Debía hacer algo para que volviera a ser el mismo de antes y conocer el
motivo de por qué le había afectado tanto el incidente de la cabina sería de
gran ayuda. Decidí lanzarle un anzuelo.
– Una pena que hayan quitado la cabina, ¿no crees? Aunque ya casi nadie
las necesita, todavía quedan personas sin móvil a las que le venía muy bien que
estuviera ahí. Se comenta que la Telefónica va a instalar otra más moderna y
funcional que incluso aceptará tarjetas de crédito– dije en tono de charla de
relleno. No me sorprendió que sus ojos se iluminaran repentinamente.
– ¿Tú crees que la Telefónica hará eso? Estaría muy bien, pues yo soy
uno de los que la necesita. No tengo móvil, me da miedo, creo que soy incapaz
de aprender a manejarlo.
– ¿Pero, qué dices? Eso no es difícil, si quieres yo puedo enseñarte.
Pese a su desconfianza inicial, a los pocos días mi amigo se había
familiarizado con el móvil. Se limitaba a llamar a sus hijos, compañeros,
sobrinos, al hogar, la piscina, pero lo más extraño es que siempre terminaba telefoneando
a su domicilio aunque sabía de antemano que no podía haber nadie en casa. Sin
embargo, día tras día hacia las nueve de la noche, me pedía el aparato y
repetía la llamada al número de su casa. Lo que ocurría a continuación era lo
que se imaginan: se le iluminaba la cara de felicidad, sosiego, paz y
tranquilidad.
Movido por una curiosidad insaciable, un día dejé activado el altavoz a
propósito para, indiscretamente, ser testigo de lo que ocurría. Al quinto ring
saltó el contestador automático de la vivienda de Desiderio. Fue solo entonces
cuando comprendí por qué esas puntuales llamadas ahuyentaban las sombras de su
invierno.
“Hola, ha llamado al teléfono de los señores Vargas y Lozano. En este
momento no podemos atenderle, nos encontramos fuera y regresaremos más tarde.
Deje su mensajito después de oír la señal. Descuide que yo personalmente, o mi
marido, le llamaremos sin falta tras anotar su número en la lista de llamadas
perdidas. Saluditos, saluditos”.
Escuché con un nudo en la garganta. Desiderio,
sin darse cuenta de que era espiado, musitó en un hilo de voz, tal y como lo vi
hacer tantas veces en la cabina: “Cada día tienes la voz más bonita, ¿sabes? Más
joven, más viva, más hermosa. Es increíble, pero por ti nunca pasa el tiempo.
Esta noche pegaremos estrellas en el techo, así no tendremos que esperar hasta
el verano para mirar las constelaciones que tienes apuntadas en tu lista. ¿A
que es una buena idea?”.
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