El anudador


Querida familia: tengo la sensación de que el sol, en su imparable carrera después de las primeras sesenta y ocho vueltas, no encuentra obstáculos. Y, además, debe ir siempre cuesta abajo pues esta vuelta se me ha pasado en un pis pas. Un pis pas y ya estamos de nuevo en la dulce Navidad.

En esta vuelta he conocido a un simpático gallego que me ha contado una historia. Él asegura que es verídica; ya sea verdadera o falsa, tal como él me la contó os la cuento yo.

El protagonista de la historia se llama Armán y, en sus años jóvenes, fue un hombre muy apreciado por toda la comunidad de pescadores gallegos. Hijo y nieto de anudadores, heredó la pericia y habilidad para hacerlo con más rapidez que su abuelo y su padre. Si sabio es anudar bien, mucho más sabio es que las cuerdas se desliguen bien, con celeridad, sin que estas se enmarañen en líos y relíos que no hay quién los desentrañe. Si las cuerdas se desatan fácilmente pueden utilizarse muchísimas veces. Armán decía que si las cuerdas se anudaban y desanudaban con sencillez y agilidad, el mérito no era suyo, sino de San Cucufato. De ahí el famoso dicho: "San Cucufato, San Cucufato, si te portas mal las pelotas te ato; si te portas bien, las pelotas te desato”.

A Armán le gustaba su trabajo, pero tras los años la humedad y la sal de los mares gallegos comenzaron a no pintarle tan bien, y para evitarse los reúmas y los dolores que padecieron su abuelo y su padre, simuló volverse loco. Para ello no encontró mejor treta que la de comenzar a hacer nudos extraños, nudos que se enmarañaban, que se enredaban de tal forma que ni con la ayuda de San Cucufato había manera de deshacer. Un cordel enmarañado siempre desemboca en discusiones, nervios, enfados y mal humor que terminaban con la paciencia de los marineros y pescadores. Cabreados, cortaban las cuerdas dejándolas inservibles y las arrojaban por la borda.
Todo el mundo convino en que Armán había sido el mejor anudador de la región, y el más apreciado, pero en tiempos pasados. Un anudador loco era la peor de las maldiciones. Así que de ser el más querido pasó a ser el más despreciado.


Armán fue indemnizado y con aquel dinero se vino a Madrid. Simpático y bien parecido, no tardó en encontrar trabajo en una tienda de ropa y textil en la sección de las camisas y corbatas. Era el más hábil haciendo nudos de corbata: cliente que sólo iba con la intención de comprar una camisa, cliente que se la llevaba a casa y, por supuesto, junto con un par de corbatas si Armán le confeccionaba el nudo.

Ahí, en su querida corbatería, trabajó Armán muchos años. Ahí encontró novia y se casó, comió mucha perdiz, tuvo hijos y fue feliz, muy feliz...


Pero todo cambió cuando llegó la crisis, no me digáis qué crisis: en el caso de Armán fueron varias. La empresa de camisas, la corbatería y también la sección de textil acabaron quebrando. A pesar de dedicarle los mejores treinta años de su vida, todo se fue al (como decía Armán) ¡¡¡carayu!!!

Por suerte Armán tenía el piso pagado, de modo que el banco no le notificaría desahucio inminente. Por ese lado estaba tranquilo, pero quedarse sin empleo y averiguar que su amada esposa hacía tiempo que se ayuntaba al menor descuido con uno de sus mejores amigos... ya era demasiado. El descubrimiento de la infidelidad rebasó la linde de lo que se podía encajar. Encima, la calvicie estaba desbaratando su cráneo con una arrogancia humillante. Esa maraña de nudos le relió de tal manera la cabeza que sólo veía una salida, y qué terrible salida.

No le llevó mucho tiempo fijar la soga a la viga de la cochera, componer el nudo corredizo y verificar su funcionamiento, no en vano había sido uno de los mejores anudadores de Galicia y excelente profesional de la sección de corbatería. Prendió la radio para disfrazar el ruido y manuscribió unas palabras de despedida. Tras rubricar la carta con una somera lágrima, la depositó junto a su billetera.

Justo cuando la silla cayó al suelo y sus zapatos recién lustrados quedaron suspendidos unos palmos por encima de las baldosas, Armán reparó en el mensaje que estaban dando unas voces infantiles. Por un momento pensó que eran ángeles cantores, pero aún tuvo tiempo de reconocer la cantinela de los niños de San Ildefonso, voces que llegaban a través del transistor. Los angelitos estaban cantando unos números que curiosamente coincidían con el cumpleaños de su esposa, el mismo número que le reservaba su lotero desde que le pidió matrimonio treinta y tantos años atrás. Los mismos números que tenía guardados en su cartera, al alcance de la vista de quien lo encontrara en el suelo, un afortunado que se volvería multimillonario de inmediato y que, seguramente, sería su infiel esposa. ¡No podía permitirlo!

“¡¡Armán!! ¡¡Armán!!”, se dijo a sí mismo a punto de perder la conciencia. “Reacciona, reacciona, ¡maldita sea!”. Con gran esfuerzo, Armán se llevó las manos hacia la cuerda que aprisionaba su cuello. Era el mejor anudador del mundo, un mago de los lazos, no podía fallar. Pero, ¿qué nudo había realizado? Los creaba de forma tan mecánica que no era capaz de recordarlo. No puedo haber sido tan bruto, se decía, tan imprudente; tengo que haber realizado un nudo que, simplemente tirando de cualquiera de los cabos, se deshaga con una facilidad pasmosa.


Y, efectivamente, su profesionalidad no le había traicionado: el nudo confeccionado era el que él denominaba desatafacil. ¡Un desatafacil, un desatafacil!, celebró. Entonces, aguantando la respiración de la última bocanada, cuando apenas le quedaba aire en los pulmones, tiró de una de las puntas y la cuerda se deslizó como si estuviera impregnada de jabón, desanudando y destensando la fatídica presión. Armán cayó al suelo como un fardo, hecho polvo pero feliz, muy feliz, tan feliz que no sabía si lo sucedido había sido un mal sueño, una horrible pesadilla o una broma macabra de San Cucufato.

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